César Vidal

Shanghai (IV): ¿Democracia?

La Razón
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A estas alturas de la Historia, nadie se atreve a cuestionar la democracia. Aunque la conculquen a diario, el Irán de los ayatollahs se presenta como una verdadera democracia con elecciones regulares; los nacionalistas catalanes insisten en que su golpe de estado es un ejercicio democrático y adefesios políticos como el chavismo se ufanan de ser la verdadera democracia. China es la única excepción a ese tributo que hasta los regímenes totalitarios rinden a la democracia. Como si sus libros de cabecera fueran las obras de Jenofonte y Platón, los chinos afirman con rotundidad que la democracia es un régimen sin pies ni cabeza. Lejos de permitir que los más aptos, los más cualificados, los mejores sean los que rijan los destinos de la nación, la realidad es que, al fin y a la postre, la democracia permite que cualquier cretino pueda llegar a presidente del gobierno. Por añadidura, insisten en que la demagogia resulta imposible de separar de la democracia lo que tiene como consecuencia directa que se adopten medidas que perjudican enormemente al conjunto de los ciudadanos y que erosionan fatalmente el sistema. Finalmente, esa democracia, en lugar de buscar el bien común, se pierde en el enfrentamiento estéril, si es que no criminal, de los partidos. Por añadidura, la democracia ha dejado de ser la garantía única de avances económicos. El nivel de prosperidad potencial de los chinos no es inferior al de buena parte de Occidente, su futuro es mayor y sus impuestos son más bajos. Ciertamente, existen limitaciones a la libertad de expresión –me resultó imposible conectarme con páginas muy concretas de internet y mi ordenador fue atacado al menos por dos hackers en un semana– pero en nuestro altivo Occidente la libertad no pasa por sus mejores momentos. Para darse cuenta de ello basta con ver normas impulsadas por gente como la de Podemos o por los partidarios de la ideología de género. Poco a poco, sólo podremos decir lo permitido y seremos castigados por cualquier opinión contraria. Que China concluirá el siglo XXI siendo la primera potencia mundial no creo que plantee mucha discusión. Quizá tampoco quede mucho para evitar el fin de la democracia frente a un despotismo de élites decidido a suprimir la libertad y entregado a traer la prosperidad material, la estabilidad familiar, los impuestos bajos, la seguridad callejera y la paz social.