Ángela Vallvey

Solos

La Razón
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Interconectados hasta la chifladura. Así vivimos. Rodeados de ruido eterno, contactos incontables, recibiendo «inputs» nerviosos, señales inagotables... Sin parar. A todas horas. Notificaciones, «Likes», «whatsApps», llamadas de Skype, Viber y el Sursum Corda. El teléfono inteligente hace añorar al teléfono idiota –que solo sabía llamar y recibir llamadas– que llevábamos en el bolsillo no hace tanto, del tamaño de una bota de payaso. Cuando lograron miniaturizarlo como para despertar la admiración de nuestras abuelas, llegó el Smartphone y empezó a aumentar de tamaño hasta competir con un pequeño ordenador (su auténtica naturaleza). Los teléfonos «listos» nos están enganchando a un mundo repleto, confuso, abarrotado de invitados no deseados, como la boda de una folclórica de las de antes. Hay adolescentes que se tratan de sus adicciones al móvil, que han crecido con Google como niñera. Algunos incluso han aprendido moral en internet, por lo que su integridad es francamente mejorable. Antaño, se decía que eran malos padres quienes abandonaban a sus retoños frente a la pantalla del televisor. Ogaño, los hijos viven «acompañados» por la pequeña pantalla del móvil veinticuatro horas cada día. Suman amigos virtuales a los que jamás verán en persona. Nunca en su vida. Pero con los que comparten enormes sonrisas sofocadas. Algunos chicos –no todos, alabado sea el cielo–, aprenden sexo en páginas porno antes de saber multiplicar, y cuando crecen están convencidos de que «todas las tías» son tan insaciables (y adoran el sexo anal) como una pobre pornogirl chuleada por un cretino con una Go Pro. Los modelos de relación sentimental que creíamos caducos y cavernícolas, viven una auténtica edad de oro en el mundo virtual, de donde salen para exportar su maléfica influencia hacia el corazón de esos chavales que no saben hacer la «o» con un canuto (bueno, con un canuto sí saben. Con un boli, algo menos).

El Smartphone había venido prometiendo calmar la soledad del humano moderno. Pero, no sólo no la ha paliado, sino que ha estimulado la náusea contingente de la contemporaneidad. Los móviles inteligentes han propagado la comunicación inmediata, superflua, mundana y social, pero han ahondado en la incomunicación vital de los miles de millones de seres humanos que ahora vagamos como zombies con la cabeza gacha y los ojos con prematura vista cansada (incluso en el caso de los niños) fijos en el teléfono. Sólo levantamos la mirada cuando nos hacemos un «selfie». (El alma, desenfocada).