Marta Robles

¿Somos solidarios?

La Razón
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Una imagina a esos niños desnutridos, de ojos inmensos fuera de sus cuencas y costillas pegadas a la piel, revisando las basuras de los supermercados europeos, repletos de pan, chocolate, fresas, quesos y hasta chuches, con el mismo entusiasmo con el que los niños de «Charlie y la fábrica de chocolate» recorrían aquel paraíso de dulces descrito en el cuento de Roahl Dahl. Para esos pequeños que apenas tienen nada que llevarse a la boca, todos esos alimentos, ya pasados de fecha, pero aún aptos para el consumo, son manjares increíbles que, probablemente, nunca probarán. Ellos deben conformarse con el trigo de una papilla o de una galleta o un poco de arroz y un cuenco de agua plagada de parásitos, mientras nosotros tiramos a diario la comida que no sólo les supondría una fiesta, sino que quizás les permitiría vivir unos días o unos años más. En Francia, a partir de julio del año que viene, los supermercados y grandes superficies no podrán tirar comida a la basura. Los alimentos que no se vendan tendrán que ser obligatoriamente donados a empresas de alimentación animal, a oenegés o a organizaciones dedicadas a la fabricación de abonos agrícolas. Hasta entonces, los franceses seguirán mandando toneladas de comida a la basura. Las mismas más o menos que nosotros, que cada día destruimos alrededor de veintiuna. Algunos piensan que son las cifras del despilfarro, pero son las cifras de la injusticia, las que separan el cielo del infierno. Y por mucho que miremos arriba para pedir explicaciones, somos nosotros quienes las escribimos, aunque lloremos con las imágenes del telediario y presumamos de ser solidarios.