Alfonso Ussía

Sor trincona

La Razón
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Anticipo que soy muy de monjas. De las que se ocupan de los desheredados, de los enfermos, de las religiosas de clausura, de las contemplativas, de las educadoras...Mis preferidas, las del Carmelo de Ruiloba, en el barrio de Pando, que trabajan sus huertos, duermen cuatro horas y rezan por todos nosotros. Pero hay monjas y monjas. Sor Trincona no es como ellas.

En un colegio de monjas de Madrid, allá por los años sesenta, se ultimaban los preparativos para festejar el día de la Fundadora de la Orden. Estudiaban más de dos mil niñas pertenecientes –como diría el gran Tip– a «familias acomodadas». La Superiora reunió a todas en un gran patio y pidió la colaboración de las alumnas. «Para ofrecer la tarta a nuestra Fundadora traed de casa un kilo de harina, un kilo de azúcar y media docena de huevos. Y venid con vuestros padres o tutores a la fiesta». Acumularon 12.000 huevos, 2.000 kilos de harina y otros 2.000 de azúcar. La tarta, muy pequeña, pero sabrosa, con un baño de chocolate. En la fiesta se rifó la tarta. Cinco pesetas por papeleta. Buena recaudación. Al final, una niña gritó alborozada al comprobar que su número había sido el premiado. Y le entregaron la tarta. Y cuando la niña y sus padres se disponían a abandonar el recinto, la Superiora díjole a la pequeña afortunada. –Nada le agradaría más a la Fundadora que le ofrecieras la tarta–. Y se la ofreció compungida, pero ahí se quedó la tarta. Por lo demás, fueron magníficas educadoras. De haber sido la Superiora Sor Trincona, los huevos, harina, azúcar, dinero de la rifa y la tarta, en lugar de quedar en el Colegio para repartirlos en obras de caridad, los habría distribuido entre sus familiares más cercanos. Y en lugar de producirse «Sor Citroën», la pelicula se hubiera llamado «Sor Ferrari», o «Sor Bentley» o «Sor Cadillac».

La señora Ferrusola, en su papel de Sor Trincona, siendo su marido presidente de la Generalidad de Cataluña, usaba de un lenguaje religioso para ordenar a sus bancos las operaciones precisas. «Mosén» era el director del banco, como es de suponer. «Reverendo Mosén: Soy la Madre Superiora de la Congregación, y desearía que traspasara dos misales de mi biblioteca a la biblioteca del capellán de la parroquia, él ya le dirá donde se tienen que colocar. Muy agradecida, Marta». El mismo día que su marido renovaba en el Parlamento de Cataluña su cargo de Presidente de la Generalidad, ella escribía esta carta al director del banco –el Reverendo Mosén–, para que traspasara dos, o veinte, o doscientos millones de pesetas –los dos misales–, a la biblioteca de la parroquia, con el fin de que el párroco –su hijo Jordi–, los colocara en nuevas estanterías. Sor Trincona, por el esfuerzo de la redacción del mandato de cambio de bibliotecas para sus dos misales, llegó tarde a la tribuna de invitados del Parlamento, y describe Arcadi Espada con su habitual acierto e ironía, la emoción que sintió al verla un ujier, detalle que no se le escapó al cronista de «La Vanguardia», hoy su director, Marius Carol: «¡Ahí llega la Señora!». Con una mancha de tinta en el dedo índice de su mano derecha, pero llegó.

Produce sonrojo el comportamiento de la familia ejemplar de Cataluña. Y más sonrojo aún el terror que aún inspira en una buena parte de la alta buguesía catalana, a muchos de cuyos miembros, tanto Pujol, como Sor Trincona, como sus muchísimos hijos tienen agarrados por los dídimos, que son unos huevos diferentes a los del segundo párrafo de este agradable texto. «España nos roba».

Ya pueden ir preparando en Soto del Real las estanterías precisas para albergar los misales de Sor Trincona y su familia. Yo me quedo con los misales limpios y sin mancha de las monjas humildes que cuidan a los enfermos, albergan a los desheredados, forman y educan, y rezan mientras trabajan en los huertos de los monasterios.