Ángela Vallvey

Taras

La Razón
La RazónLa Razón

Muchas mujeres crecimos con el modelo de perfección que representa la muñeca Barbie. Es tan estilizada, guapa y sublime que pocas niñas podían verse reflejadas en ella. Barbie es un ideal, siempre inalcanzable, más que un espejo. Los estándares que moldean la personalidad de las mujeres, hasta ahora, eran de corte artificial, divino, imposible. Las revistas femeninas, el cine, la tele, la publicidad y la poderosa y compleja industria de la belleza se encargaban de mantener vivos y poderosos tales prototipos, de una enorme exigencia para la mujer normal, ésa que no es muestra de nada, pero sí consumidora de todos aquellos productos que se suponen imprescindibles para alcanzar la excelsitud y el glamour. Las modelos se maquillaban, retocaban y «photoshopeaban» hasta que parecían recién caídas del cielo. Comparadas con las féminas que pasean por la calle, Barbie y esas modelos que lucían las mercancías que después debía consumir la mujer corriente parecían protagonistas de «El Cantar de los cantares», versión Playstation. Pero los fenómenos de democratización han llegado en estos últimos tiempos, en pocos años, a convulsionar incluso los paradigmas de belleza femenina: la mujer imperfecta, la auténtica, la que patea las calzadas, ha escalado hasta el podio de la belleza y les ha arrebatado la corona a las altivas modelos de antaño, con miradas de cristal, pestañas que parecían de metacrilato y brazos ebúrneos de dos metros de largo. La artista Betty Strachan manipula Barbies para que reflejen a la mujer real y les pone ojeras, las despeina y las convierte en madres lactantes. Alguna modelo de Victoria´s Secret, como Chrissy Teigen, incluso ha decidido mostrar sus estrías en Instagram. El ideal/irreal ha empezado a hundirse. A la belleza soberbia de antaño se le están bajando los humos. La industria recibe la presión de las mujeres verdaderas, disgustadas por los modelos de hermosura inventada que, hasta ahora, las habían mantenido prisioneras en una jaula de convenciones y exigencias. Se está librando, de manera callada pero incansable, otra batalla por la manumisión de la mujer y esta vez la cosa va en serio... Pero lo que aparenta ser una pelea justa contra la obligación de convertir a las mujeres en esclavas de un ideal, en realidad también esconde la codicia de una industria que ha visto en la mujer imperfecta un filón, y se apresura a satisfacer sus demandas. Porque la consumidora tiene la razón... siempre que pague al contado (o con tarjeta).