Ángela Vallvey

«Te escribo esta carta...»

A mediados del siglo pasado opinaban que nadie escribía cartas «como antiguamente». Hoy, sólo escribe el fisco, quizás por eso las escasas cartas, todas oficiales e imperiosas, dan miedo: suelen traer noticias malas.

Dicen que Victor Hugo –novelista, poeta, dramaturgo...–, un prolífico autor que vivió hasta los ochenta y tres años, tuvo tiempo de escribir no sólo sus obras, sino también diecisiete mil cartas. En nuestros días ya no se escriben ni cartas a los Reyes Magos: se les envía un «WhatsApp». Podemos echarle la culpa a la crisis del papel, decir que ahora todo es electrónico, hablar de que el futuro ya está aquí..., pero sólo serán excusas baratas. La verdadera razón de que no se escriban cartas estriba en que no tenemos a quién enviárselas. La carta es un proceso de comunicación que precisa de un emisor (el remitente) y un receptor (el destinatario) unidos, desde el encabezado a la postdata, por una relación que va más allá de la mera función expresiva del lenguaje. La carta requiere unas formas (encabezado, saludo, fecha, exposición, firma...), un estilo, cierto protocolo del que se desprende un respeto, una atención, un afán del que carecen los métodos de comunicación electrónica que ahora usamos (SMS, e-mail, redes sociales...).

La carta –familiar, de amor, de desengaño, de negocios, de señales de vida, de viaje...– tenía la virtud de comunicar cosas casi siempre importantes, aun en su aparente banalidad, lo que nutría la riqueza personal, sentimental y filosófica de los corresponsales. Mientras que ahora vivimos el imperio del intercambio de chorradas («¡Ola ke ase!»).

Así como, según apuntaban los filósofos orientales, el agua es más fuerte que la roca y el amor más fuerte que la violencia, la carta es más fuerte que el «WhatsApp». ¿Por qué, entonces, ya no se escriben cartas...?