Restringido

Teresa soñando

La Razón
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Caen actores legendarios, directores de orquesta, productores todopoderosos, cómicos vitriólicos. Al infierno y al paro, y veremos si al talego, por abusar de sus subordinados. Por creer que el talento y la pasta les daba patente de corso. Hicieron de los camerinos, el escenario y las alcobas un coto privado en el que cobrarse piezas al modo que los rajás y marajás coleccionaban tigres. Pero. Ya hemos advertido aquí contra la manía pirómana. Ese lujo de turbas que en su histeria arrojan al fuego purificador al primero que píe. El vicio de cortar cuellos. La posibilidad, en absoluto inocente, de que arrojemos a la trituradora reputaciones y vidas antes de que los expertos y la justicia, si corresponde, dicten sentencias. Sin olvidar el peligro de que el proceso contra unos usos repugnantes derive en una causa general contra las libertades. Que, de tan buenos como somos, le hagamos la ola al neopuritanismo. Me refiero, por ejemplo, a la reciente petición de una señora Mia Merrill, que en change.org ha logrado ya 9.756 firmas para que el Metropolitan quite el cuadro de Balthus Thérèse dreaming. O, en el caso de que siga expuesto, lo acompañe de un cartelito al modo de los prospectos que acompañan los antibióticos. Tipo, «Parte del público considera este cuadro ofensivo o perturbador, dada la obsesión de Balthus con las chicas jóvenes». Dejemos de lado el adanismo de Merrill. Que confiesa su desconocimiento de la obra hasta que no la tuvo delante. Obviemos la hipócrita coda. En la que trata de aclarar histérica que no solicita la destrucción del óleo, quita, quita. O no solo. Que en realidad le basta con afearlo mediante un cartel de ¡Peligro! Pero el ácido censor borbortea en cuanto alguien sugiere acompañar las obras más turbadoras con un sistema de focos y señales, mapas de carreteras y libretos de instrucciones, a fin de que las almas cándidas circulen por los pasillos del museo o la biblioteca sin sufrir los embates del arte. Libres de bacilos y monstruos merced a las profilácticas cualidades de la bendita censura. El artista, si conserva un mínimo de dignidad y respeto, por sí mismo, por su oficio, por nosotros, si no ejerce de filisteo travestido de activista o cantamañanas experto en jeremiadas, aspira a hechizarte con sus obras. A provocarte. A seducirte. A emocionarte. A asustarte incluso. Incluso a repelerte. Pero no a que sus cuadros, libros, etc., hagan juego con el sofá, compitan en distracciones con la videoconsola u ofrezcan pasatiempos alternativos a las actividades socioculturales de tu último crucero. Mal vamos si a la develación de los abusadores y la enmienda a unos comportamientos y unos ambientes cómplices con el crimen, le sigue no un ventarrón de libertad sino la coartada para implementar un ecosistema de caza de brujas. Depurar el arte con un discurso que, bajo el disfraz de las mejores intenciones y la supuesta empatía con las víctimas oculta la aspiración de amordazarnos, acabará con la inevitable castración del artista, la demolición de mucho de lo bueno que dejó el siglo XX y, al cabo de la calle, la conversión del público en un club de imbéciles que solo merece nuestro benevolente pastoreo.