Paco Reyero

«The New York Times»

La Razón
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«Lo ha dicho ‘‘The New York Times”» se ha remecido, como un viejo eco, cuando estos días, el presidente de la Generalitat lo ha esgrimido, no como las tablas de la ley, si no como las de un náufrago. Esa es la función de un periódico, el valor de una cabecera, la hidalguía del viejo papel. Hubo un tiempo en el que al caer las sacas de ejemplares frescos sobre el asfalto temblaban las oficinas. Al amanecer, en Manhattan y en las embajadas llegaba «The New York Times» oliendo a poder, a mundo y al buen gusto que le concedían los reporteros maestros, criminales de la crónica. Los del «Times» no eran como Walter Winchell, quien desde su mesa con teléfono en el club de moda escribía, entre cócteles y humo, los nombres en negritas que mojaban la alta sociedad. Ya sabemos que todo es mentira, pero ellos querían entender y explicar el mundo. Los suscriptores del diario, en los «brownstones» de Brooklyn y en las casas estilo Tudor de Queens, todavía rinden un entierro egipcio a los ejemplares de la semana: los dejan en la puerta con un lazo de cuerda atado en cruz, por si alguien antes de que los retire el recogedor de la basura les da una nueva oportunidad. El viejo edificio del «NYT», que se trasladó hace unos años fuera de las hordas turísticas y de la peste a bretzel, dio nombre a Times Square. Símbolo de su antiguo poder, bautizó el lugar donde el mundo recibe la gracia de un año nuevo. «Lo ha dicho ‘‘The New York Times”» contravino la máxima de los periódicos que manchaban de amarillo: un lector cualquiera está dispuesto a leer cinco columnas siempre que estén repletas de sangre, sexo y dinero. Que siga en pie es una buena señal.