Martín Prieto

Todos somos Baremboim

La Razón
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Tuve la suerte de escuchar a Daniel Baremboim en el exquisito teatro Colón de Buenos Aires y junto a sesenta mil personas de pie en la avenida más ancha del mundo con el gran obelisco como telón de fondo. Tras Nueva York la mayor colonia judía es la porteña y los ortodoxos monopolizan el barrio del Abasto (el de Gardel) con sus prendas negras y largas trenzas sin que a los gois se les altere una ceja. El judío argentino está integrado en una sociedad multiétnica y muticonfesional (aunque prime el catolicismo), viven como quieren, se casan con gois y en ocasiones hasta se bautizan para confundirse con el paisaje. Será por eso que despiertan la ira de Irán desde el otro extremo del planeta. Como todos los superdotados, Baremboim suscita controversias desde que entre los 5 y los 10 años se consolidara como virtuoso del piano y de la dirección de orquestas sinfónicas. No es Mozart pero sí la mejor batuta viva.

Argentino, obtuvo la doble nacionalidad con España, luego su derecho a la ciudadanía israelí y, finalmente, en Ramala le otorgaron la nacionalidad honorífica palestina. Con su fortuna mantiene un coro de niños judíos y palestinos que acompañan sus interpretaciones y conviven olvidando el odio y recordando que unos y otros son semitas, hijos de Sem y de su sangre. El alma libre del gran músico fue perseguida por todas las intolerancias, y en Jerusalén, con Plácido Domingo, le acusaron de nazi por programar a Wagner, como si éste hubiera inspirado la Shoah. En el bis dirigió una pieza wagneriana invitando a marcharse a los que creían que las walkirias portaban esvásticas. Su inmediato concierto en Teherán patrocinado por la diplomacia alemana ha sido prohibido por los ayatolás por la nacionalidad ilegítima del director (¿cuál de ellas?), y la ministra de Cultura israelí protesta a Berlín porque Baremboim quiera llevar su arte a los persas. Es mentira que la música amanse a las fieras.