Restringido

Trump sin Yelmo

La Razón
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Primero recibió la llamada de Peña Nieto, presidente de México. Después le telefoneó el jefe de los Boy Scouts. Alabaron profusamente el liderazgo de su interlocutor. Un Trump feliz, que rápidamente asaltaba Twitter y explicaba cuánto le quieren. Qué pirotecnia de elogios, oigan. Confeti y tirabuzones para confortar a un presidente en horas rasantes. Con el buche de la popularidad bajo el suelo y ni una triste ley en seis meses. Horas más tarde descubrimos que nadie llamó. Sí, hubo contactos, charlas, pero que usted hablase con su ex novia hace dos años no significa que ella marcara ayer su número. En EE UU, que farda de sistema blindado, lloran por las cantinas lo que nadie defendió a tiempo. Y mira que parecía fácil. Bastaba con evocar que en los noventa el actual presidente, entonces play-boy catódico y rey de las tragaperras, llamaba a los tabloides imitando otras voces para explicar que Mr. Trump tiene nueva churri y está atómica. O sus bancarrotas, con miles de proveedores ahorcados de la brocha. O sus frases recauchutadas. Sus estrambotes televisivos. Sus mítines de verbo mustio. Sus bufonadas. Su tanga mental. Sus desvaríos. Tantas balizas fluorescentes, que debieran de sobrar para que el bañista medio comprenda que en el agua hay cocodrilos. Claro que semejante discurso exige la existencia de un bañista capaz no ya de distinguir una piscina de un pantanal si no, ante todo, de preferir el agua clorada al charco con reptiles. Alguien que aborrezca la banalización del discurso. Que asuma el nada es gratis. Enemistado con una forma de ir por la vida en modo derrape, emponderado de fanatismo y culto al propio ombligo. Un ciudadano maduro. Que no haya sido amamantado en el victimismo y descrea de los expedientes equis como fórmula bebé para estudiar la realidad. Lo contrario, en fin, de las decenas de millones que aplauden hoy la penúltima astracanada que llega de la Casa Blanca. Gente sin brújula. Convencida de que más vale un chulo de playa con los huevos de oro susurrándote fanfarrias al oído que un doctorado en Harvard dispuesto a chafarte las ilusiones. Daba entre risa y asco escuchar los malabarismos de la portavoz de la Casa Blanca, Sarah Huckabee Sanders, cuando trataba de explicar las falsas llamadas. «Yo no diría que son mentiras», dijo. Daba igual. Todo da igual. Los hechos y los «hechos alternativos». La verdad y las trolas. Mejor todavía. El presidente y sus enanos, lejos de desalojar la mentira del arsenal retórico, consideran que estamos ante el mejor armamento posible para explicarse. Uno que, al igual que los capítulos de las novelas, resulta incontrovertible. Imposible de desactivar. Sus renglones habitan los sonrosados campos de la ficción poética. Ni Trump ni Don Quijote mienten. Que luego la prosa del primero sea ilegible y el segundo parezca mucho más real debe achacarse a un trasvase de géneros que violenta las leyes físicas. La inevitable excrecencia de un tiempo dislocado. El futuro ya está aquí, cantaba Radio Futura. Siento decirlo, pero suena horrible. Peor de lo que imaginamos.