Reformas estructurales

Un mal acuerdo en un mal momento

La Razón
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El acuerdo entre PP y PSOE a propósito del techo de gasto puede parecer una buena noticia: desatasca un trámite esencial para poder completar la elaboración de los presupuestos de 2017 y, por tanto, comienza a resolver uno de los principales puntos de fricción con Bruselas. Además, demuestra que España, pese a la fragmentación parlamentaria, es gobernable a través de acuerdos a múltiples bandas entre el partido de Gobierno y las distintas formaciones que conforman la oposición.

Sin embargo, en muchas ocasiones la ausencia de acuerdo puede ser preferible a un mal acuerdo. Ése fue, por ejemplo, el argumento fundamental del Partido Popular para oponerse –en lugar de abstenerse– ante un Gobierno de PSOE y Ciudadanos, presidido por Pedro Sánchez: según se argumentó, el acuerdo al que ambas formaciones habían llegado no era bueno para España y, por tanto, era crucial enfrentarlo y avanzar hacia unas nuevas elecciones que conformaran una nueva mayoría política que ejecutara un programa económico distinto.

En esta ocasión, empero, el PP ha preferido llegar a un (mal) pacto antes que respetar el sentido común económico: un pacto que consiste esencialmente en incrementar los impuestos y las rigideces regulatorias de nuestra economía; un pacto que, por consiguiente, nos restará competitividad y capacidad de crecimiento en un contexto en el que ambas variables ya están debilitándose.

Por un lado, Montoro ha optado por cuadrar el déficit público con nuevas subidas tributarias: especiales, cotizaciones sociales y Sociedades. Se trata de recaudar 7.500 millones de euros para reconducir parte de un desequilibrio presupuestario totalmente enquistado desde hace siete años. La renuencia a recortar el gasto público durante la pasada legislatura ha terminado por empujar al Ejecutivo a incrementar nuevamente la fiscalidad en ésta. Los gravámenes aprobados afectarán especialmente al consumo, a los salarios de los trabajadores más cualificados y a la reinversión empresarial: todos ellos saldrán penalizados en una coyuntura interna y global especialmente complicadas.

Por otro, Báñez ha apostado por incrementar el salario mínimo en un 8% –la mayor subida en los últimos 30 años–, lo que por fuerza perjudicará a parte del tejido empresarial nacional (sobre todo a las pymes) y, en definitiva, a los propios trabajadores a los que presuntamente se buscaba proteger. Las subidas del salario mínimo desincentivan las contrataciones de nuevos empleados, dado que menoscaban la rentabilidad asociada a su incorporación a la empresa. La única forma de incrementar sostenidamente los sueldos es con aumentos en la productividad: sólo en la medida en que aumente la producción por trabajador es factible incrementar la remuneración de cada trabajador. Lo que disponga la Ley no puede alterar esta lógica económica básica y si lo intenta sólo generará sufrimiento (desempleo, caídas de salarios reales, recortes del gasto en formación laboral, etc.).

En suma, nos encontramos ante un contexto económico delicado –el PIB y la creación de empleo se están ralentizando en los últimos meses debido, sobre todo, al frenazo en seco que ha experimentado la inversión empresarial– en el que no podemos permitirnos dar pasos en falso. Al contrario, en estos momentos de fragilidad deberíamos empezar a impulsar medidas conducentes a liberalizar la economía e incrementar la renta disponible de las familias y empresas españolas. Alcanzar pactos políticos con el PSOE, con Ciudadanos o incluso con Podemos no debería ser una excusa para adoptar una mala política económica que ponga en riesgo la recuperación. Y, por desgracia, medidas como las adoptadas este último viernes en el Consejo de Ministros sí lo hacen.

Malos datos del paro

Los datos del paro del mes de noviembre vuelven a despertar las dudas acerca de la auténtica situación de la economía española. Es cierto que a simple vista parecen peores cifras de lo que realmente son: sobre el papel, el desempleo registrado aumentó en 24.481 personas y el número de afiliados a la Seguridad Social se redujo en 32.832; pero, en realidad, deberíamos analizar ambas magnitudes eliminando el componente estacional. En tal caso, los afiliados crecen en casi 25.000 personas y el número de parados aumenta en menor medida (15.000). Con todo, por mucho que quepa matizar los datos, estamos ante una evolución peor que la de años anteriores, lo que desgraciadamente encaja como un guante con otras variables que apuntan a una desaceleración de la economía española (como el menor ritmo de expansión del PIB o el parón de la inversión empresarial). Apuntalar y completar la recuperación debería ser el principal objetivo de la presente legislatura: pero medidas como las subidas de impuestos y del salario mínimo no ayudarán a que así sea.

Bankia: privatización pospuesta

El Gobierno ha anunciado que retrasará la privatización de Bankia al menos hasta 2019, dos años después de lo inicialmente previsto. La medida responde al deseo, probablemente infundado, de que la entidad financiera será capaz de revalorizarse sustancialmente entre 2017 y 2019, lo que permitiría recuperar una mayor porción del capital de los contribuyentes inyectado en esta entidad. Y siendo loable el objetivo de recuperar aquello que jamás debimos haber invertido forzosamente, no puede soslayarse el riesgo de que la participación del Estado en Bankia vaya normalizándose en estos años hasta el punto de consolidarse definitivamente en una especie de banca pública al estilo de la que reclama Podemos. Resulta muy tentador para cualquier Gobierno de turno contar con un banco al servicio del Estado: un banco con capacidad para financiar la deuda pública o aquellas inversiones que caprichosamente deseen promover los mandatarios (como sucedía con las ya extintas cajas de ahorros). La desinversión del capital inyectado por el Estado en Bankia debería hacerse cuanto antes para no caer en tan peligrosas tentaciones dirigistas.

La ruina del castrismo

Esta semana se celebró en La Habana el funeral de Fidel Castro, padre de la tiranía socialista que sojuzga Cuba desde hace más de cinco décadas. Han sido muchos quienes han aprovechado la ocasión para componer panegíricos sobre el dictador, destacando sus presuntos logros económicos y sociales para así justificar su cercenamiento de las libertades civiles. Pero tampoco en economía merece Castro ninguna alabanza: al contrario, antes de que el dictador tomara el poder, Cuba era uno de los países más ricos de Latinoamérica y se llegaba a codear en renta per cápita con Italia (de hecho, era más rica que la propia España). Hoy, en cambio, es uno de los países más pobres de la región y sus indicadores socioeconómicos se hallan a una gigantesca distancia de la Europa mediterránea. Por consiguiente, Castro no ha favorecido ningún progreso en la isla. Al contrario: ha aplastado y parasitado cualquier perspectiva de desarrollo de un país al que convirtió en su cortijo.