José María Marco

Un Miguel Ángel español

Lo primero que se ve ante el San Juan Bautista atribuido a Miguel Ángel que se exhibe estos días en el Prado no es la escultura en sí, obra delicada, casi ingenua. Lo que se ve en primer lugar son los estragos causados por el grupo de anarquistas que destrozaron la Capilla del Salvador, de Úbeda, el 27 de julio de 1936. La escultura de alabastro quedó reducida a pedazos y la cabeza, quemada, una práctica común en las destrucciones de esculturas de motivos sagrados. Buena parte de las obras maestras que adornaban el conjunto único de la capilla, como el increíble retablo de Berruguete, también fueron destruidas. Sólo el empeño de la Fundación de la Casa Ducal de Medinaceli, de la que la Capilla es la cripta funeraria, ha conseguido ir reconstruyendo la maravilla que pareció desaparecida para siempre.

La historia reciente española se ha empeñado en hacer de la Segunda República el mito fundador de la democracia española, una idea que no era del todo inadecuada si se hubiera ampliado el territorio o el ámbito míticos, por así decirlo, por lo menos a la Monarquía constitucional de entre 1876 y 1923. Habiendo triunfado el sesgo militante, la percepción de la Segunda República queda sometida a una fuerte distorsión, porque se ha convertido en un mero objeto de propaganda sobre el que pesa una tensión ideológica que impide cualquier diálogo, el menor acuerdo histórico.

Así que la destrucción del «San Juanito» de Miguel Ángel es obra... del fanatismo de la Guerra Civil, un fanatismo en el que al parecer participó toda la sociedad española, es decir todos los españoles sin distinción. Eric Voegelin, en una célebre conferencia sobre Hitler y los alemanes, advirtió acerca de este asunto: los responsables de los crímenes nazis, dijo entonces, no son los alemanes, en conjunto, sino las personas, con nombres y apellidos, que participaron o colaboraron en su realización.

Por mucho que se empeñe la vigente ley de Memoria Histórica, no es tiempo ya de volver a desenterrar las responsabilidades por las atrocidades cometidas en los años treinta y cuarenta. No estaría de más, sin embargo, que no continuara el empeño en ocultar, por ejemplo, el alcance de la destrucción sistemática del patrimonio religioso durante la Segunda República, del que el «San Juanito» es una parte muy pequeña, casi ínfima. Mientras tanto, lo que se seguirá viendo de la escultura de Miguel Ángel no es ni siquiera el rastro de la obra de arte, sino su destrucción.