Rock

Una medalla al Everest

La Razón
La RazónLa Razón

Resulta aleccionador el revuelo causado por el Nobel a Bob Dylan. Escuchamos opiniones tan extravagantes como que Rafael de León (el de «Ojos verdes»), es un letrista más importante que Dylan. En realidad comparto la principal de las objeciones, expuesta estos días por dos tipos imprescindibles, el catedrático jubilado de literatura de Oxford, Sir Christopher Ricks, autor de un soberbio estudio de 600 páginas sobre el genio dylanita con las palabras, y que sitúa a la altura del de Milton, Keats, Tennyson y Eliot, autores sobre los que también ha publicado, y Diego A. Manrique, que reconoce el disparate. Verán: el arte de la canción es triple. Comprende la escritura de una letra, sí, pero también de una melodía y, casi más importante, de una interpretación. Que Bob Dylan es un genio de la lengua inglesa, que es dueño de una voz mutante y sugestiva, de una asombrosa capacidad rítmica, de una capacidad disolvente y una agresividad que dinamita convenciones sólo pueden dudarlo los analfabetos del planeta rock y/o los sietemesinos incapaces de leer en inglés: dos pruebas de que el fracaso escolar, en España, viene de antiguo. Afirmar que Dylan es un cantante protesta, cuando abandonó el movimiento allá por 1964, radiografía la inoperancia intelectual de unos esnobs capaces de pontificar con el inimitable garbo de un príncipe borracho. En sus letras hay simbolismo y herencia beat, pero también está Shakespeare, guiños a Charley Patton, Son House y otros titanes del blues, homenajes a la Carter Family y elementos bíblicos, que conoce de memoria y suponen una de sus principales fuentes de inspiración. Aunque no sea necesario para disfrutarlas, sus canciones ofrecen la posibilidad de sumergirse en un atronador caleidoscopio de influencias. Sólo en una, Jockerman, Alessandro Carrera, profesor de la Universidad de Houston y estudioso de Dante, detecta guiños a Mateo 14, 25, Marcos 6, 48, Juan 6, 19, al Eclesiastés 11, 1, a la «Ode to a Nightingale», de Keats, a «The Owl and the Pussycat», de Edward Lear, a Alexander Pope, Elvis Presley, Mateo 21, 21, Daniel 7, 13, al Génesis 19, 31-38, a Juan 8, 3-11, al espiritual negro «King Jesus rides a White-Milk House»... Todo esto quedaría en juego de citas o pasatiempo de eruditos si Dylan no aportara un estilo incomparable y una inabarcable capacidad para indagar en los secretos del corazón humano. Por lo demás, la diferencia entre él y el bueno de Philip Roth es que el novelista escribe sobre las convulsiones de la contracultura y la revolución social y sexual de los sesenta, mientras que Dylan fue uno de sus detonantes. Pocos creadores pueden alardear de que su arte, más allá de capturar el «zeitgeist», contribuyó a forjarlo, aunque repito que su poesía necesita de la música y la interpretación para ocupar el lugar que le corresponde, al lado de Picasso o Kafka. Finalmente, el más perspicaz ha sido Leonard Cohen: concederle el Nobel equivale a premiar al Everest por ser la montaña más alta. Los premios son para los mortales.