Antonio Cañizares

Una nueva evangelización

La Razón
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A nuestra España, católica todavía, aunque bastante debilitada religiosamente, envuelta en un clima social y cultural muy concreto, sumida en una profunda y extensa crisis que connota una grave quiebra moral y humana que hace aún más dura y de más difícil superación a corto plazo de la crisis que atravesamos, a esta España la Iglesia, solidaria de sus gozos, esperanzas, y dolores, testigo de Dios y de su amor, como su principal y primer servicio, como su obra insoslayable, urgente e inaplazable hoy y aquí de Buen Samaritano que no pasa de largo ni abandona a nadie que sufre, le ofrece, debe ofrecerle lo que tiene: Jesucristo, el Evangelio, esto es, el testimonio y la verdad de Dios, una nueva, intensa y vigorosa evangelización.

La obra de evangelización a la que se siente urgida la Iglesia hoy y siempre –ella existe para evangelizar–, ante la crisis que atravesamos, está obligada sobre todo a hablar de Dios en el centro de nuestra vida para ayudar a los hombres a aprender el arte de vivir, de aprender a ser, de aprender a vivir en la verdad de lo que somos los hombres, en la verdad que se realiza en el amor.

Por eso, es necesario y apremiante, imprescindible, que la Iglesia, centrando por completo su vida entera en Dios, sólo en Dios, y obedeciendo a Dios antes que a los hombres, sea ante todo y sobre todo testigo del Dios vivo en nuestra sociedad y ante los hombres de hoy. La fe se propone, no se impone; se ofrece; por ello, ante los graves desafíos del momento en España, la tarea y aportación principal de la Iglesia y de los cristianos, por servicio al hombre y a la sociedad, es avivar y cultivar la experiencia de Dios, reavivar su fe, entregar, dar a Dios, abrir las ventanas cerradas que no dejan pasar la claridad, para que su luz pueda brillar entre nosotros, para que haya espacio para su presencia, pues allí donde está Dios nuestra vida resulta luminosa incluso en las fatigas de nuestra existencia.

Es preciso llegar al convencimiento, en esta hora que vivimos aquí en España, que la Iglesia existe para que Dios, el Dios vivo sea dado a conocer, para que el hombre pueda vivir con Dios y ante su mirada y en comunión con Él. Y esto, es decir, la fe, no es alienación; sino todo lo contrario: es darle todo el realismo que entraña y toda la fuerza de vida, de salvación, de verdad que libera y hace nacer y crecer el amor y el servicio al hombre, abrir la esperanza del hombre, cuya mirada no está para mirar miopemente lo inmediato del presente sino con una mirada larga que mira a lo lejos, al futuro. En todo momento histórico, somos testigos de excepción en España, el encuentro con Dios, con su Palabra siempre nueva del Evangelio, ha sido fuente de civilización, ha enriquecido y humanizado el tejido social de nuestra ciudad terrena, expresándose en la cultura, en las artes, en miles formas de caridad evangélica y de servicio al hombre. La Iglesia existe para hacer habitable la tierra a la luz de Dios y en la presencia y compañía de su amor en favor de los hombres a los que tanto ha amado y ama. La Iglesia no existe para sí misma. Para la Iglesia nunca –y menos en situaciones difíciles y críticas de los pueblos– se trata sólo de mantener su existencia, mucho menos tener privilegios, obtener prebendas, aplausos o dominio impositivo sobre conciencias, ni tampoco de aumentar o extender su propia duración. No se parece a una institución que quiere mantenerse a flote en circunstancias adversas. La Iglesia existe porque es de Dios y para Dios, para dar testimonio de Dios y llevar a los hombres a Él, fuente de libertad, fundamento de su verdad, razón última de su ser, de su actuar y de su aspirar, y de su desear. Cuando vive de Dios y para Dios, cuando se asienta en la adoración, en la plegaria, en la confianza, en dar gloria a Dios, y toda ella da testimonio de Dios, entonces es, en toda su fuerza, servidora de los hombres, –que es lo único que debe moverla y animarla–, y contribuye así a hacer surgir una humanidad nueva, hecha de hombres nuevos, una nueva civilización del amor, una nueva cultura de la vida, y a transformar nuestro mundo y el tejido y realidad social conforme a su voluntad que siempre es el bien del hombre.

La Iglesia, hoy y siempre, particularmente en estos momentos cruciales de la humanidad y de nuestra querida España, para ofrecer su ineludible ayuda precisamente está llamada a ser el espacio en el que se adore a Dios y se honre su santo Nombre, ante los hombres con todas sus consecuencias morales y sociales y contribuya positivamente a acercar la vida humana al Reino de Dios, Reino de paz, de verdad, de justicia, de libertad y de amor. Sin separarse de la historia y sin confundirse con ella, formando parte del mundo y sin conformarse con él, formando parte solidaria de la sociedad y no dejándose asimilar por nada ni por nadie, postrándose siempre y en todo momento ante Dios de quien viene todo don y esperanza. La Iglesia ha de sobrevivir hoy más que nunca, porque su desaparición, desfiguración, reducción o debilitamiento conduciría al torbellino del eclipse de Dios y destrucción de lo humano.

Cuanto he dicho en este artículo cobre su verdadera fuerza y sentido a la luz del V Centenario de Santa Teresa de Jesús, co-patrona de España. Verdaderamente es providencial este Centenario y de tanta ayuda a España en la situación concreta que padece.