Pedro Narváez

Venesola

Que la Policía Nacional se defienda en una manifestación en Madrid es fascista pero que los escuadrones de la muerte de Maduro lleven ya en sus galones el arrebato de la vida de seis estudiantes es comprensible porque luchan con el demonio de la extrema derecha que necesita de un exorcismo de sangre. Esto viene a decir la izquierda radical europea donde se integra Podemos. Los intereses del petróleo ha dejado a Venezuela en sus cien años de soledad y de tortura subida a un cable de alta tensión donde aguardan los pájaros de Hitchcock. Pocos se atreven con un, más que Maduro podrido, líder del gulag caribeño. Pablo iglesias apareció horas después del último asesinato, un chico de 14 años, con un monólogo del club de la comedia que tanto divierte a sus fans, en un acto en el que no cabía réplica, no ya de Rajoy, que no estaba, sino de los periodistas que allí querían saber. No se admiten preguntas. Iglesias, como un teleñeco o un plasma en ese escupitajo que acaba cayéndole encima como cagada de paloma. Un chico simpático que tiene el mérito de acumular tanta expectación como Belén Esteban y su pijama agotado en El Corte Inglés. La democracia del espectáculo y del vacío que devora a sus líderes. La coletilla de la posmodernidad de Gilles Lipovetsky. Venezuela, el mayor paradigma de la injusticia y del horror, ahora no toca, que diría Pujol, porque entre otras cosas tiene la llave del contrato de Monedero. Los que se manifiestan allí y ponen en riesgo sus vidas y su futuro son enemigos del pueblo, los que lo hacen aquí protegidos por el Estado de Derecho son héroes por un rato. Hipocresía viene del griego. Que pregunten a Tsipras.