Alfredo Semprún

Y mientras, en el Ministerio, la música no dejaba de sonar

Jueves, nueve de la noche en el barrio caraqueño de La Candelaria. Tres jóvenes aguardan en un Toyota Cherokee la llegada de un cuarto para regresar juntos a casa. De pronto, estallan los tiros. El conductor trata de huir marcha atrás, pero se estrella contra el cierre enrejado de una ferretería. La dueña, dentro del local, siente el golpe, imagina que han matado a alguien, pero no abre. Fuera se arremolina la gente. La Candelaria, el barrio con más españoles de Caracas aún tiene algo de vida callejera a esas horas. El conductor –Luis Ángel Álvarez, 27 años, hijo de los dueños de una charcutería cercana– está muerto. El otro joven –Conan Quintana, de 28 años, empleado en la charcutería de los Álvarez– que ocupaba el asiento delantero derecho tiene un tiro en la mejilla y otro en la pierna, pero está vivo. En la parte trasera, acurrucado en el suelo, el tercer viajero está ileso. Los primeros patrulleros de la Policía que aciertan a pasar tratan de hacerse los suecos, pero la gente se echa encima del coche y los para. Todo es un desastre. El herido se les cae al asfalto porque no han cerrado bien la puerta trasera. Morirá en el hospital unas horas después. Pronto se corre la voz. Han matado a Conan durante un robo. El charcutero es un líder popular de La Candelaria muy apreciado. Estudiaba Historia y Geografía en el Instituto Pedagógico de Caracas y lleva años luchando contra la delincuencia y la ineficacia del Gobierno. Su último tuit, del día anterior, rezaba: «Se busca un país donde disfrutar de la adolescencia sin miedo a salir». Ese país, desde luego, no es Venezuela. Los vecinos se manifiestan al día siguiente frente al Ministerio del Interior, que se encuentra a sólo dos manzanas de donde su produjo el asalto. Pero en los altavoces de la fachada suena música de baile a todo trapo. Música «proselitista», le llaman, la misma que se pone en los mítines y concentraciones bolivarianas. En el Anatómico Forense, la hermana melliza de Conan, Caterine, explica a los reporteros que el finado era un «venezolano cien por cien que amaba a su país». Años de insultos desde el poder, años de ser llamados vendepatrias, escuálidos, ladrones, fascistas causan daños psicológicos entre los opositores. «Era un buen venezolano», repite la melliza mecánicamente. La madre, conserje en un edificio del barrio, confiesa que no tiene dinero para el entierro. La ayudarán. Frente al Ministerio, sobreponiéndose a la música, la gente pide justicia a gritos, pero no la esperan. Sólo 9 de cada cien crímenes mortales acaba en los tribunales y ni siquiera se puede asegurar que la sentencia responda a la verdad de los hechos. Nadie se fía de una Policía demasiadas veces aliada con el hampa en el negocio del secuestro y del robo de piezas. Y a los policías también los matan. Las cifras son terribles: 268 agentes asesinados en 2014. También 88 militares y 19 escoltas. Diosdado Cabello, el presidente del Parlamento y hombre fuerte del régimen, habla de «plan macabro de la derecha» para acabar con la revolución. Todo es más simple: los policías ganan 7.000 bolívares al mes (35 dólares en el cambio de divisas paralelo, el único al que tienen acceso) y viven en las mismas barriadas marginales que los delincuentes. A unos, los más, los matan para arrebatarles sus armas o los vehículos. A otros, los menos, en venganzas o ajustes de cuentas. El año de 2014 ha sido terrible para la seguridad de los venezolanos. Las víctimas de homicidios y asesinatos han crecido un 8 por ciento con respecto al año anterior: son 24.980. Cuando Hugo Chávez llegó al poder, en 1999, eran cinco mil y ya parecían muchas. En Irak, por citar una zona de guerra, murieron asesinadas 15.538 personas en 2014, el peor año desde los enfrentamientos sectarios de 2007. Venezuela se hunde en el abismo de la inseguridad, la mala administración, la demagogia política y la corrupción. Pero ya se sabe: es un plan macabro de la derecha.