Alfonso Ussía

Zubieta

La Razón
La RazónLa Razón

Usted vive, Juan José Zubieta. Sus dos compañeros terroristas autores de la masacre de Vic, Monteagudo y Erezuma, se enfrentaron a la Guardia Civil y cayeron abatidos. Usted se escondió, pero fue detenido. Hace veinticinco años, Zubieta, Monteagudo y Erezuma, apostados ante la Casa-Cuartel de la Guardia Civil de Vic observaban cómo un grupo de niños, hijos de guardias civiles, jugaban en el patio. No les importó. Dirigieron un coche cargado de explosivos hacia el patio de los niños, y un segundo más tarde estalló el infierno. Humo, llamas, metralla, dolor, angustia, sangre, y más sangre y diez ríos de sangre manando de diez cuerpos destrozados. Cinco niños y cinco adultos. Y los heridos. Y esa imagen, síntesis de la desolación y el dolor del guardia civil José Gálvez Barragán con el rostro ensangrentado y el uniforme manchado de sangre y tierra llevando en sus brazos el peso de una niña gravemente herida. Usted, Zubieta, hijoputa cobarde donde los haya, se escondió. Abandonó a las dos bestias con las que compartió la «valiente» acción de guerra, y tembló como una gallina cuando se supo acorralado. En el juicio celebrado en la Audiencia Nacional, el abogado José María Fuster-Fabra, le formuló tres preguntas, muy seguidas la una de la otra, para que el presidente del tribunal no le amonestara por humillar al enjuiciado. Pero el letrado barcelonés logró su propósito. «¿Es cierto que mientras sus compañeros se enfrentaban a la Guardia Civil, usted se escondió? ¿Es cierto que se defecó encima cuando intervino la Guardia Civil? ¿Es cierto que la Guardia Civil tuvo que dejarle un mono de los suyos, y que cuando usted fue esposado llevaba ese mono, en el que estaba la Bandera de España y el escudo de la Guardia Civil?». El presidente del Tribunal cerró ese tramo del interrogatorio, pero Fuster-Fabra alcanzó su objetivo. Que usted perdiera la sonrisa y quedara a merced de su gallinácea cobardía. Que usted dejara de creer que era un «gudari» vasco y se viera inmerso en su putrefacción. Que usted, Zubieta, ya en la libertad que no merece, no pueda presumir de su «heroicidad» mientras se toma sus chiquitos con sus familiares y amigos. Porque usted, o lo que queda de usted, no es otra cosa que la degradación natural de un asesino cobarde, de un canalla sin alma, de un bloque de carne sin sentimientos. Esa confirmación es, probablemente, aún más dura que los pocos años de prisión que usted ha experimentado a cambio de robarle la vida a diez inocentes, cinco niños entre ellos.

Lo que resulta sorprendente es que veinticinco años más tarde de asesinar a diez personas, usted disfrute de la libertad. Pero de eso no tiene la culpa. Es de lo único que no es culpable. La culpa la tiene el Sistema, los fiscales, los jueces, los políticos, los medios de comunicación que han convertido a nuestra sociedad en la más permisiva del mundo con el terrorismo. Ahí está Otegui, postulándose para «Lehendakari», y De Juana Chaos, y «Ternera», y centenares de criminales que no se avergüenzan de los crímenes cometidos, y salen a la calle cada mañana con la serenidad de los justos y los inocentes. Pero a usted, Zubieta, se la metió doblada el letrado Fuster-Fabra, que demostró a la sociedad con sus preguntas encadenadas que además de un asesino, un genocida, un criminal de niños y un terrorista perverso, usted es un cobarde. Un cobarde que se esconde, un cobarde que tiembla, un cobarde que se estercola, y un cobarde que acepta después de ser limpiado de su propio estiércol, cambiar su ropa envilecida de marrones por un mono de la Guardia Civil, el mismo que vestían los padres de los menores asesinados.

Veinticinco años después de su espeluznante crimen, de sus asesinatos, usted está en la calle. Pero usted sabe que no es calle, sino desagüe, que no es calle, sino alcantarilla, que no es un vasco, sino una cloaca andante, que no es hombre sino gallina. Y esa condena la llevará de mochila hasta su muerte, que espero sea lenta y dolorosa.