Aborto

Compromiso con la vida

La Razón
La RazónLa Razón

El Gobierno cumplió ayer con uno de sus principales compromisos electorales. La reforma de la Ley del Aborto figuraba como un proyecto clave del «contrato» político del PP con los ciudadanos en los últimos comicios generales. Una mayoría absoluta de españoles refrendó su confianza en ese programa electoral, en el que la defensa del derecho a la vida era sustantiva. Existía, por tanto, una demanda social a favor de una nueva regulación que encauzara y ofreciera respuestas necesarias al drama del aborto, a diferencia de lo que ocurrió con la ley socialista de 2010, que fue apartada de forma meditada e intencionada del programa con el que el PSOE concurrió a las elecciones de 2008. Dos años después del triunfo electoral de los populares, el Consejo de Ministros aprobó ayer el anteproyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la Embarazada. El nombre elegido es toda una declaración de intenciones sobre los propósitos de una propuesta que prima de forma absoluta la protección del no nacido y el amparo de la mujer con equilibrio y justicia desde su mismo encabezamiento. Desde ese mismo enunciado establece la primera de muchas diferencias sustanciales con la norma socialista –Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo–, que también remarcaba sus intenciones y concepción relativistas en su primer epígrafe.

En 2010, la Administración socialista tomó la decisión de despenalizar el aborto en una serie de supuestos y partiendo de la ley de 1985 aprobada por Felipe González, cuya consecuencia ha sido la de una interpretación que ha vulnerado el principio básico de la vida. En aquellos años se creó una serie de consensos básicos, con cimientos arraigados en el Estado de Derecho, que la ley ahora reformada por el Gobierno de Mariano Rajoy había eliminado, sobe todo en su aspecto fundamental: la defensa de la vida. El Constitucional reconoció en su sentencia de abril de 1985 que la «vida humana es un proceso que comienza con la gestación» y proclamó en los fundamentos jurídicos de la misma que la vida del nasciturus es un bien jurídico constitucionalmente protegido. El Supremo, por su parte, se pronunció también años más tarde para asegurar que «negar al embrión o al feto la condición humana independiente es desconocer la realidad». Todo ese entendimiento social y político y esa consistencia jurídica y constitucional en torno a derechos fundamentales, zaheridos por episodios dramáticos, saltaron por los aires cuando el Gobierno del PSOE acometió una reforma imprevista, innecesaria y profundamente dañina y equivocada, que determinó el aborto como un derecho de la mujer en una ley de plazos, lo que implicaba en sí mismo el aborto libre, y en la que se pertimía interrumpir el embarazo a menores sin el consentimiento de sus padres. Se sentenció, en suma, la indefensión de centenares de miles de no nacidos. Se impuso, en definitiva, una concepción ideológica y sectaria al servicio de un proyecto político que atropelló principios constitucionales y manejó con asepsia quirúrgica y desalmada una tragedia como el aborto. Poner punto final a este despropósito era el deber de cualquier gobernante responsable que no sólo no aceptara regulaciones injustas, sino que no se resignara ante las cifras crecientes de interrupciones voluntarias de embarazo. Esos 1,7 millones de abortos practicados en España entre 1985 y 2011 han simbolizado en sí mismos un fracaso colectivo y un mazazo moral insoportable para cualquier sociedad que se rija por principios éticos. Unas cifras que, además, empeoraron con la ley socialista de 2010, al contrario de lo que prometieron en su día y todavía repiten desde la oposición.

El proyecto, aprobado ayer, acumula virtudes inobjetables, pero tal vez sobresalga por encima de todas ellas el propósito logrado de recuperar la cultura de la vida. El texto, trabajado y presentado por el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, reencuentra el equilibrio constitucional y es marcadamente garantista para evitar coladeros indeseables en su aplicación e interpretación y responder con instrumentos eficaces y contundentes a casos como el del doctor Morín o de otros profesionales del negocio del aborto. La nueva ley establece dos supuestos de despenalización del aborto: por peligro para «la vida o salud física o psíquica de la mujer» y en caso de violación. Además, será necesario un informe previo emitido por dos médicos ajenos al centro donde se realice la intervención que acredite los peligros que afecten a la mujer. Las menores que deban interrumpir su embarazo tendrán que contar con el consentimiento de sus padres, lo que revierte una situación inconcebible. Otra de las novedades relevantes es que, siguiendo las recomendaciones del Comité de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas, no se podrá alegar la existencia de discapacidad para abortar salvo un grave daño para la madre. Por primera vez, se despenaliza la conducta de la mujer, porque se entiende que es siempre la víctima y que debe ser tratada como tal, al contrario que las leyes socialistas, cuya retórica a favor de la mujer se traducía luego en desamparo. A diferencia de las normas anteriores, se regula la objeción de conciencia del profesional sanitario, lo que encauza una situación crítica para muchos facultativos.

La sobreactuada respuesta de la izquierda era de esperar, como es seguro que el aborto será otro banderín de enganche con que alterar las calles. El derecho a la vida y la protección de la mujer deberían estar por encima de escaramuzas oportunistas y demagógicas por un puñado de votos. Con seguridad, no estamos ante un proyecto perfecto, y no nos son ajenas las dudas de los que entienden que el Gobierno podría haber ido más allá, pero la realidad es que el texto representa un encomiable compromiso con la vida asentado en los principios constitucionales.