Elecciones en Estados Unidos

Con Trump, Estados Unidos se asoma al precipicio populista

La Razón
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El hecho de que los líderes europeos se hayan creído obligados a recalcar lo obvio –las bondades de la estrecha alianza del viejo mundo con Estados Unidos– en sus votos de felicitación al nuevo inquilino de la Casa Blanca demuestra los recelos y la preocupación que despierta la figura de Donald Trump en buena parte de la opinión pública occidental. Tal vez, el discurso conciliador del inesperado vencedor de las elecciones –pronunciado apenas el recuento confirmó que había alcanzado el número de compromisarios– haya servido para calmar a los mercados internacionales y frenar el temido desplome de las bolsas, pero las buenas palabras, el nuevo talante de Donald Trump, no debería hacernos olvidar lo que ha sido el leitmotiv de su campaña: la vuelta a las políticas proteccionistas, el control de la inmigración y la revisión de las relaciones internacionales, en clave aislacionista. Es decir, una América que mirará hacia adentro, que reniega de la misma globalización que llegó a impulsar, en un viaje a contracorriente del tiempo y de la historia. La estrategia es, por otro lado, demasiado sabida como para no advertir de que está condenada al fracaso. En efecto, no existen fórmulas mágicas para corregir los desequilibrios creados por la crisis. Ni se puede tirar eternamente de la máquina de imprimir billetes ni el «dumping» industrial hará que regresen a los Estados Unidos las fábricas deslocalizadas. Pero lo fácil es prometer grandes obras públicas e inversiones en el complejo militar, y asegurar que los aranceles y la expulsión de los inmigrantes protegerán los empleos locales, devolviendo el nivel adquisitivo a esa clase media blanca empobrecida por casi una década de recesión e incapaz de incorporarse a los nuevos mercados de trabajo que imponen la nueva sociedad de la información y la electrónica. Y todo, además, reduciendo los ingresos fiscales del Estado. No se trata de desmerecer por ello al votante de Donald Trump, que ha ejercido sus derechos democráticos desde la libertad y, sin duda, desde los mejores deseos para su país. A ese votante que cree que todo mejorará si se deshace lo andado y se vuelve a unos valores que, sin embargo, no son incompatibles con el mundo abierto e interrelacionado que le ha tocado vivir. Pero tampoco se puede olvidar en el calor del acontecimiento que la victoria de Donald Trump no ha sido avasalladora, que su rival derrotada, Hillary Clinton, le ha vencido en el voto popular y que la sociedad norteamericana ha quedado partida en dos. Si Donald Trump es capaz de entender esa realidad –y su discurso conciliador de ayer así parece indicarlo–, es posible que su paso por la Casa Blanca no provoque tensiones tan graves que el sistema democrático norteamericano se vea incapaz de neutralizar. Al fin y al cabo, hablamos de la democracia más antigua y consolidada del mundo, con unas instituciones sólidas, amparadas por el principio de separación de poderes y, como hemos señalado en nota editorial anterior, no hay riesgo alguno de que la primera potencia del mundo caiga en un proceso de involución. Sobre todo, cuando el presidente electo tiene en el propio Partido Republicano –al que ha dado una clara victoria en ambas Cámaras– una legión de detractores. Lo que no significa que Donald Trump pueda, o quiera, ignorar por completo una promesas electorales que le han dado el triunfo, y es ahí donde nos encontramos con el núcleo del problema. Porque, hasta que sea confrontada con la realidad de las cosas, la nueva presidencia tratará de forzar en lo posible las viejas recetas del modelo keinesiano, la «barra libre» presupuestaria, que ya han sido exprimidas al máximo por el voluntarismo de la Administración saliente, la de Barack Obama, que también hizo creer a sus ciudadanos que bastaba con las convicciones para conseguir lo imposible. El populismo siempre se estrella contra sus propios planteamientos, pero no sin provocar graves desajustes económicos y sociales allí donde se aplica. Con mayor riesgo si se produce en la primera potencia del mundo, que arrastra inevitablemente a todas las demás economías. En definitiva, la elección de Donald Trump sigue siendo una mala noticia para todos, por más que pueda explicarse desde la sociología y la política. Sólo queda confiar en la fortaleza de esa gran democracia que es Estados Unidos y en la inteligencia probada de sus siempre denostadas élites.