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Desánimo independentista

La Razón
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Hace un año, Cataluña se despertó sobresaltada por un terremoto político con epicentro en Jordi Pujol. El ex presidente, el hombre que simbolizó Cataluña en prácticamente toda la reciente historia de la democracia, confesó que mantuvo una fortuna escondida en el extranjero durante 34 años. A partir de ese instante, y en pleno desafío separatista en la comunidad autónoma, hubo lecturas y análisis para todos los gustos sobre lo que supondría para la sociedad la investigación del caso y de los manejos financieros y el enriquecimiento de la familia del ex «molt honorable», así como de la propia Convergència. Los promotores del proceso rupturista intentaron desde el primer momento desmarcarse de Jordi Pujol, como si hubiera sido una mera anécdota en la vida catalana y no el auténtico valedor de casi todos ellos y el promotor último del pulso con el Estado. Obviamente, Convergència, aunque quiso, no pudo distanciarse lo que hubiera deseado de la figura del gran patriarca del nacionalismo. Entre los separatistas, sólo los más osados, los más insensatos y el resto con la boca pequeña vendieron que las turbias andanzas financieras de Jordi Pujol y sus hijos no tendrían reflejo en el respaldo ciudadano a la independencia. También pensaron que el desgobierno, los recortes sociales, el fracaso económico, la degradación del Estado del Bienestar colarían bajo la cantinela del «España nos roba» y que, por el contrario, reforzarían los anhelos secesionistas. Artur Mas, Oriol Junqueras y compañía tomaron a los catalanes por ciudadanos narcotizados, sin voluntad propia, un rebaño, en suma, y no por gentes responsables y sensatas con capacidad para calibrar las situaciones. En este sentido, la evolución del «no» a la independencia de Cataluña en el último año ha sido toda una respuesta por lo concluyente, con progreso consolidado hasta un crecimiento de casi diez puntos para alcanzar la frontera psicológica del 50%. Especialmente significativos fueron los avances del «no» en las encuestas que coincidieron con las confesiones y las comparecencias de Jordi Pujol. Pero también incidieron la división nacionalista y la indefinición y la inconsistencia de un proyecto representado en una lista unitaria que es un desatino al servicio de los intereses de quienes participan en ella mientras se abandonan los problemas de los catalanes. Encuestas tan concluyentes como las del CIS catalán, con ocho puntos a favor del «no» a la ruptura con el resto de España, harían recapacitar a cualquier político mínimamente equilibrado y prudente sobre los riesgos de lanzarse al vacío de la desobediencia de las leyes y de la involución con una adhesión tan limitada. La cuestión es que la independencia se ha convertido en un modo de vida para una parte de la clase dirigente de Cataluña que no atiende a razones y eso dificulta las soluciones.