Barcelona

El abuso de la calle de los separatistas lastra al comercio

La Razón
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Cuando la desaparecida CiU incluyó por primera vez en su programa electoral, para los comicios autonómicos de 2012, la necesidad de proclamar la independencia («es hora de que Cataluña inicie el rumbo hacia un estado propio») saltaron las primeras alarmas sobre las consecuencias económicas de romper con España y, por consiguiente, con Europa. Se advirtió de que la deuda pública catalana pasaría del 35% a niveles entre el 80% y el 105%, pero el independentismo, que ya daba síntomas de estar fuera de la realidad –o de utilizar la mentira como mejor arma, como luego hemos comprobado–, dijo que con la secesión todo sería riqueza y bienestar. Tampoco tuvieron en cuenta que los bancos con sede en Cataluña, Caixabank y Sabadell, perderían la liquidez del BCE, hasta que el 5 y 6 de octubre pasado ambas entidades financieras anunciaron que trasladaban sus sedes a Palma y Madrid. La marcha de grandes empresas instaladas en Cataluña a otros lugares de España superan ya las 2.000; hay un aplazamiento de inversiones extranjeras –según algunos estudios, superaría el 55%–; la caída de reservas hoteleras va más allá de lo predecible; desde el 1 de octubre pasado, cuando se celebró el referéndum independentista, las ventas de coches en Barcelona ha caído entre un 30% y un 40% en sólo 15 días. Hay más datos preocupantes que indican la tendencia al decrecimiento de la economía catalana, como ya ha constatado el Gobierno en su previsiones. El último dato que da pruebas de este desastre político, social y económico es que el pequeño y mediano comercio en Cataluña ha caído en octubre hasta el 30%, que es un baremo para medir la confianza del consumidor, pero que puede afectar pronto al empleo. No hay que olvidar que Cataluña cuenta con unos 100.000 establecimientos de este tipo –el 25% del total de toda España–, lo que supone el 20% del empleo. Los últimos datos certificaron que Cataluña fue la comunidad donde más creció el paro (14.698 desempleados más). Pese a la realidad de los hechos, el independentismo sigue insistiendo en la viabilidad de un nuevo Estado desgajado de España y fuera de Europa. Una de las razones para la aplicación del artículo 155 fue el de frenar la sangría económica que estaba suponiendo el «proceso». Por más descabellado que parezca, la estrategia del nacionalismo es forzar al Estado hasta el límite, degradar la vida social hasta la creación de dos bandos y desestabilizar la economía. El diario independentista «Ara» publicaba el pasado día 4 de octubre un artículo firmado por Josep Ramoneda –como tantos compañeros de viaje de esta disparatada aventura puede que ahora se desdiga– en el que planteaba cuáles debían ser los objetivos del soberanismo. «¿Qué puede llevar al gobierno español a negociar de verdad? ¿Qué puede llevar a Europa a entrar en juego?», se preguntaba. La respuesta es peligrosa y de una perversa moralidad: «Una estrategia de doble filo, que requiere mucha cintura, porque queriendo debilitar al adversario se puede acabar debilitando a uno mismo. Si la economía comienza a dar señales negativas, puede pasar que la inquietud se traslade a Cataluña antes que a España». Así están las cosas y esta parece ser la estrategia seguida por las huestes de la CUP, tal y como están demostrando en la calle y los «paros de país» salvajes: cuanto peor, mejor.