OTAN

El compromiso de España con la OTAN

La Razón
La RazónLa Razón

Es un hecho que admite poca discusión el que la capacidad disuasoria de la OTAN reposa sobre el poderío militar de los Estados Unidos, que no sólo asumen el 20 por ciento de los gastos directos de la organización, sino que cargan con el peso de mantener las bases de despliegue, las comunicaciones estratégicas y la vigilancia avanzada. Desde esta perspectiva, parece lógica la insistencia de Washington –ahora con Donald Trump, pero también antes con Barack Obama– para que el resto de los 28 países miembros de la Alianza Atlántica incrementen sus presupuestos de Defensa y contribuyan a aliviar la carga de la primera potencia mundial. Ciertamente, bastaría con cumplir el compromiso adquirido en la cumbre de Gales de 2014 –por el que todos los miembros de la OTAN deberán dedicar el 2 por ciento de su PIB a gastos militares antes del año 2025– para alcanzar el deseable equilibrio, pero ese objetivo está sujeto a demasiados imponderables de carácter económico y político como para confiar en que vaya a llevarse a cabo. En el caso español, por ejemplo, la crisis ha obligado a los gobiernos de Mariano Rajoy a reducir los presupuestos de Defensa, que han caído desde el 1,13 por ciento del PIB en 2009 al 0,91 por ciento de 2016. Es decir, en los próximos 8 años, España debería doblar prácticamente sus gastos militares, pasando de los actuales 10.000 millones de euros a unos 22.000 millones si quiere cumplir con la OTAN. En parecida tesitura se encuentran el resto de nuestros aliados que, a excepción de Estados Unidos, Reino Unido, Grecia, Estonia y Polonia, no sólo incumplen con el porcentaje acordado, sino que algunos han procedido a fuertes reducciones presupuestarias, que son los casos de Alemania, Francia, Italia, Holanda y Bélgica. La discusión, sin embargo, no puede centrarse exclusivamente en el aspecto financiero, por muy determinante que éste sea, ya que existen en el seno de la OTAN notables diferencias de criterio sobre el papel que debe desempeñar la Alianza en el futuro y la forma que ha de tomar su despliegue estratégico. Porque si bien es cierto, como señalábamos al principio, que a Estados Unidos le asisten razones de peso para reclamar a sus aliados una mayor cooperación, también lo es que los intereses estratégicos norteamericanos no tienen por qué coincidir exactamente con los que establece la carta fundacional de la Alianza Atlántica o los que puedan tener algunos de sus miembros. Igualmente, existen diferencias de criterio en la manera de abordar las nuevas amenazas, como es el terrorismo islamista o la inmigración incontrolada, sobre las que una respuesta estrictamente militar, que es la función de la OTAN, no parece que sea lo más adecuado. Ambas cuestiones fueron tratadas ayer en la cumbre de Bruselas por la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal, que, sin poner en duda que España cumplirá con los acuerdos de incremento presupuestario, planteó la posibilidad de que la Alianza Atlántica pudiera afrontar operaciones mixtas de carácter civil y militar, así como un cambio en las prioridades estratégicas que den respuesta a las crecientes amenazas sobre el flanco sur de Europa. En cualquier caso, parece fuera de lugar el tono admonitorio que empleó ayer el secretario de Defensa estadounidense, James Mattis, para exigir a sus aliados que pongan más dinero sobre la mesa, so pena de retirar parte del suyo. Aunque sólo sea porque, primero, habrá que estudiar con mucho detenimiento cómo y en qué se van a emplear esos nuevos presupuestos que supondrían, prácticamente, doblar las capacidades militares del mundo occidental.