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El necesario y arriesgado reconocimiento de Jerusalén

La Razón
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El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, anunció ayer que reconoce a Jerusalén como capital de Israel. Es el primer país en hacerlo, algo que redobla el papel simbólico de este gesto. Se trata de una decisión que, aunque esperada y prometida electoralmente, se hacía esperar por las consecuencias que podría tener en la estabilidad, de por sí frágil, de la región y en el equilibrio de fuerzas en el mapa internacional. Esta medida de Trump es uno de los movimientos más arriesgados adoptados en el tablero político del conflicto palestino-israelí, por lo menos sobre el papel, es decir, sobre los planos que delimitan el territorio israelí en la Ciudad Santa. Habría que remontarse a Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel se anexionó la parte oriental de Jerusalén, aunque no era este su objetivo, sino uno de los efectos de un conflicto abierto con las naciones árabes en el que estaba en juego el futuro físico del nuevo estado y que delimitó las fronteras actuales. Entre la guerra de 1948 y la de 1967, los judíos no pudieron vivir en la ciudadela amurallada y Jordania controló el acceso a los lugares santos cristianos, musulmanes y judíos. Sin embargo, desde 1950, tras la fundación del nuevo Estado, fue Jerusalén su capital y corazón político, aunque se creó una situación sin precedentes: una nación soberana no podía ubicar su capital, dado el conflicto político y militar abierto. La decisión de Trump tiene sobre todo una gran importancia simbólica, pero mucho más política: la de dar un estatuto a la capital de Israel. «Reconocemos lo obvio: admitir la realidad», dijo ayer Trump. Y esta obviedad puede ser la clave de esta arriesgada jugada, ya que, como él mismo dijo, Jerusalén es la sede de la «Knéset» o Parlamento, del Tribunal Supremo y de la Presidencia. Es decir, además de reconocerla como la ciudad sagrada para las tres grandes religiones, el presidente norteamericano abogó por reconocerla como «corazón de una democracia». Puede que las consecuencias inmediatas no sean «un paso para la paz y un acuerdo duradero», pero sí para la aceptación de que este gesto de Estados Unidos en nada alterará la salida política para este conflicto: la aceptación de los Estados de Israel y de Palestina. La decisión de Trump no es nueva, ya que en 1995 fue aprobada por el Congreso de Estados Unidos –bajo el mandato de Bill Clinton–, aunque la Casa Blanca nunca la quiso ejecutar alegando cuestiones de «seguridad nacional». El argumento empleado ahora por Trump se basa en que si en veinte años no estamos más cerca de la paz, aun renunciando al legítimo reconocimiento de Jerusalén como capital, nada indica que esperar otros veinte años más ayude a poner fin al enfrentamiento territorial. Hay, por lo tanto, una razón objetiva de que dicho conflicto ha entrado en una fase diferente: la cuestión es saber el papel que en estos momentos tiene el problema palestino para los que se disputan la hegemonía en la zona. Trump ha movido una pieza importante, pero también fue precavido en dejar claro que la solución sobre el litigio fronterizo, que afecta sobre todo a Cisjordania, depende las dos partes implicadas. Lo importante, sin embargo, es el reconocimiento de la capitalidad e intentar desbloquear una situación en la que las interferencias de Irán son cada vez mayores. Puede que ahora sea el momento de medir la influencia de Hasan Rohani. Que Hamás hable de que EE UU ha abierto las «puertas del infierno» está en lo previsible.