Europa

Italia

Europa, bajo el síndrome de la «incertidumbre radical»

La Razón
La RazónLa Razón

La obligada renuncia del primer ministro italiano, Matteo Renzi, vapuleado políticamente en el referéndum sobre su propuesta de reforma constitucional, ha vuelto a encender las alarmas en el seno de la UE, donde algunos analistas han desempolvado el concepto postkeynesiano de la «incertidumbre radical», pero, en esta ocasión, para exponer la impredecibilidad que embarga cualquier planteamiento sobre el futuro europeo. Por supuesto, tanto la Comisión como los portavoces de los distintos socios comunitarios se han ceñido al papel previsto, tratando de desvincular la derrota sufrida por el Gobierno de Italia de las buenas perspectivas económicas de la eurozona; pero este análisis, que quiere ser tranquilizador, no consigue despejar las dudas del mundo financiero, tal y como ha expresado el consejero delegado de Deutsche Bank, John Cryan, advirtiendo de que la victoria del «no» pone en peligro a Europa porque es un heraldo «de renovadas turbulencias que podrían pasar del terreno político al económico». Pero, aunque disimulado, el disgusto de Bruselas está más que justificado porque Matteo Renzi, pese a haber incurrido en uno de los clásicos errores del populismo –la política plebiscitaria–, representaba a un centro izquierda moderado, del mismo cuño que la tradicional socialdemocracia occidental, y presidía un Gobierno comprometido con el plan de crecimiento y estabilidad de la eurozona. Para un país como Italia, que en los últimos 17 años apenas ha crecido un 6 por ciento, la política de reformas y de ajuste presupuestario de Renzi podía, de tener éxito, devolver su pasada influencia a la izquierda moderna del sur de Europa, hoy acosada por el populismo radical, desorientada y en riesgo de perder sus referencias ideológicas. Pero ni es sólo un problema mediterráneo ni afecta exclusivamente a la socialdemocracia. El crecimiento de los movimientos ultraderechistas en Alemania, Suecia, Holanda, Hungría, Eslovaquia, Austria y, fundamentalmente, Francia, y del radicalismo izquierdista en Grecia, España y Portugal, demuestra que el populismo y el nacionalismo arraigan cuando las formaciones más moderadas, las que representan el pragmatismo político del pacto y el consenso, se dejan arrastrar por los cantos de sirena de los enemigos del sistema, que azuzan el miedo y el rencor social, y se mimetizan con sus políticas del atajo y las soluciones fáciles. El hecho de que se puedan explicar y comprender las razones por las que amplios sectores de la ciudadanía europea vuelven su mirada hacia los profetas del desastre y los promotores de viejas ideologías que creíamos superadas tras 60 años –los que cumple el Tratado de Roma– de progreso social y económico ininterrumpido en Europa, de una obra que ha convertido al Viejo Continente en el mayor espacio de libertad y riqueza de la tierra, no significa que haya que resignarse a aceptarlo. Sin duda, habrá que corregir lo que deba ser corregido, pero sin que suponga un paso atrás en la construcción de Europa y los derechos conquistados, desde la libertad de residencia y movimiento hasta la libre transacción de mercancías y servicios. El mejor caldo de cultivo de los populistas es la dejación de los principios de responsabilidad compartida que informan las democracias avanzadas. Ayer Italia y antes Reino Unido nos demuestran que el personalismo y la ingeniería institucional hecha desde el poder siempre acaban desbordados por la demagogia.