Tribunal Constitucional

Hay que garantizar el principio de legalidad en Cataluña

La Razón
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Ante el riesgo de caer en los enredos lingüísticos del nacionalismo, hay que dejar claro, cuando, con estudiado victimismo, hablan de que altos cargos del independentismo no han hecho otra cosa que «obedecer al pueblo de Cataluña», que esta investigación se ha abierto porque hay indicios de que se ha incumplido la Ley. Puede que en lo más hondo de sus convicciones el pueblo de Cataluña esté por encima del Estado de Derecho, pero de ser así no estaríamos hablando del mismo sistema democrático, y que el nacionalismo catalán esté instalado en una fase en la que su proyecto tenga que ver con una suerte de «democracia orgánica» que no emana directamente de las urnas, del Estatut y de la Constitución, sino que sólo reconoce la representación patriótica de las organizaciones soberanistas, sus líderes y otras expresiones en la calle. Lo que está fuera de este sistema no formaría parte de Cataluña y, por lo tanto, no hay la obligación de cumplir y hacer cumplir la legalidad. Ayer, de nuevo, hubo una demostración multitudinaria a favor de los cargos públicos investigados por el incumplimiento de la Ley bajo el lema «Por la democracia». Como decíamos, entrar en los ejercicios de manipulación lingüística del nacionalismo nos llevaría a episodios que creíamos enterrados. Las recientes elecciones norteamericanas y la irrupción de Donald Trump han hecho realidad que la mentira pueda convertirse en verdad, que el uso de la falsedad como arma política facilite el triunfo electoral. Artur Mas así lo ha reconocido en unas bochornosas declaraciones en las que confiaba en que lo imposible fuera posible –es decir, el triunfo de Trump– para que Cataluña alcance la independencia. Es urgente que en Cataluña se restituya el principio de legalidad, una batalla que, sin duda, se debe librar en el ámbito jurídico, pero también en el político. En el caso de las investigaciones abiertas al ex presidente de la Generalitat, a las ex consejeras Joana Ortega e Irene Rigau y al diputado del PDEcat –la ex Convergència– Francesc Homs por el referéndum ilegal del 9-N hubo una evidente intención de desafiar al Estado, de demostrar su debilidad y la cesión ante las exigencias nacionalistas. En el caso de la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, la Fiscalía Superior de Cataluña la acusa de «actuar con total desprecio a la Constitución de 1978» y de «dinamitar el modelo territorial del Estado» al permitir la votación el pasado 27 de julio de las conclusiones de la comisión de estudio del llamado «proceso constituyente». La segunda autoridad de Cataluña era consciente de que «con cabal conciencia de que impulsaba un trámite constitucionalmente ilegítimo». Al calor del «proceso» se ha abierto una campaña de desobediencia que no tiene más fin que deslegitimar las instituciones democráticas –que, para denigrarlas, califican de «españolas»– e imponer una nueva legalidad. Forma parte de una estrategia a la que se han sumado con mucho gusto formaciones que renegaban de la herencia corrupta de Convegència pero que, en aras de un izquierdismo pueril e irresponsable, creen que un cargo público puede romper una citación judicial delante de las cámaras o colgar una bandera estelada –que sólo es el estandarte de unos partidos independentistas– en el balcón de un ayuntamiento en lugar de la constitucional. Los políticos catalanes, los que todavía reclaman la centralidad y la moderación, deben tomar la palabra.