El desafío independentista

Intolerable persecución separatista

La Razón
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Que el movimiento separatista catalán puede ser calificado de muchas formas menos de «pacífico» es algo que conocen de primera mano todas aquellas personas que no comulgan en el Principado con las ruedas de molino del secesionismo o que, aun siendo partidarios de la celebración de una consulta, se inclinan por el respeto ciudadano a las normas de convivencia. Sólo desde el acatamiento a la «ley del silencio», impuesta por los grupos radicales y alentada desde las propias instituciones, muchos ciudadanos de Cataluña consiguen sortear el riesgo de acabar señalados por el fanatismo.

Las pruebas de lo que decimos forman parte de la amplia hemeroteca de estos últimos años, con ataques continuos a las sedes de los partidos constitucionalistas, escraches en las universidades a oradores contrarios al proceso o, simplemente, no afines; ataques a carpas de apoyo a la selección nacional de Fútbol y campañas organizadas en las redes sociales a quienes se atreven a salirse de la norma.

De ahí, que, como hoy publica LA RAZÓN, a medida que el Gobierno de la Generalitat avanzaba hacia la sedición, los Mossos y la Consejería de Interior elaboraran planes de seguridad que incluían la oferta de servicios de escolta para proteger a empresarios, periodistas y otras personas de relevancia pública considerados contrarios a la secesión. En definitiva, lo que la Policía catalana temía, con conocimiento de causa, es que la violencia de persecución de los grupos de acción vinculados a ERC, a la CUP y a la ANC, pasara del estado de «baja intensidad» a la agresión directa.

No sólo los hechos de estos días están confirmando los peores temores –con nuevos señalamientos y hostigamientos contra alcaldes y funcionarios dispuestos a cumplir la legalidad, pero, también, contra personas particulares, como los padres del líder de Ciudadanos, Albert Rivera–, sino que la incitación a tomar la calle por parte de los propios dirigentes del Ejecutivo catalán y del Parlament no permite abrigar la menor esperanza de que la situación no evolucione hacia un proceso revolucionario.

Ayer, el Consejo General del Poder Judicial, que preside Carlos Lesmes, tuvo que hacer público un comunicado en el que denunciaba el acoso a las sedes judiciales en Cataluña y a los fiscales y magistrados, recordando que se trata de un ataque directo y sin paliativos a la independencia judicial, que es uno de los fundamentos esenciales de cualquier Estado constitucional. Y, sin embargo, la protesta de la institución que gobierna a los jueces se conocía mientras, y frente al TSJC representantes de la Generalitat y hasta la misma presidenta del Parlament de Cataluña, Carme Forcadell, se turnaban en un estrado improvisado para azuzar la protesta callejera contra una decisión de un juez. Era evidente que, ya sin freno moral y legal alguno, y ante la certeza del fracaso de su intentona golpista operada desde las instituciones, los miembros del Gobierno tratarían de ocupar la calle para tapar su descalabro.

El problema es que, como señalábamos al principio, el separatismo catalán está muy lejos de tener la condición pacífica que la atribuye una propaganda obsesiva, como sabe, y padece, cualquiera que viva en Cataluña. El movimiento secesionista se nutre de individuos radicalizados, de extrema izquierda y antisistema, para quienes la violencia contra el discrepante y contra las normas de convivencia es una herramienta de uso común. Si a este tipo de energúmenos se les alimenta con un discurso xenófobo y supremacista, como el que mantiene la Generalitat, tendremos servido el peor escenario. Los Mossos tienen que garantizar el orden público y el imperio de la ley contra un separatismo al que siempre ha acompañado el atropello y el exceso.