Estado Islámico

La estabilidad de Turquía es clave para el futuro de Europa

La Razón
La RazónLa Razón

No hace mucho tiempo, en 2013, las banderas negras del Estado Islámico ondeaban en las calles de Estambul como parte de la parafernalia de las manifestaciones progubernamentales. En aquellos momentos, el Gobierno presidido por Recep Tayyip Erdogan mantenía una posición de ambigua tolerancia con los islamistas radicales, en aras de sus intereses en el conflicto sirio. En efecto, Turquía se alineaba claramente con los insurgentes sirios y contra el régimen de Bachar al Asad, entre otras cuestiones, por la preponderancia que estaba adquiriendo el movimiento kurdo, laico e izquierdista, en las vecinas Irak y Siria. La benevolencia de Ankara hacia los fanáticos islamistas se agotó pronto, a medida que los objetivos comunes –la lucha contra kurdos y chiíes– dejaron paso a las verdaderas intenciones del Estado Islámico de extender su influencia en la principal potencia musulmana de la región, lo que ha alineado a Turquía entre los países «infieles» a los ojos de los terroristas. El primer gran atentado lo cometieron en octubre de 2015 en Ankara, matando a más de un centenar de personas que participaban en una manifestación en favor de la paz y del partido prokurdo. Luego, como en otros puntos de Oriente Medio, especialmente en Egipto y Túnez, el EI se ha dirigido contra la industria del turismo –que en Turquía representa una de las principales fuentes de divisas y el 4 por ciento del PIB–, estrategia que busca desestabilizar también económicamente a sus enemigos. Ayer, tras conocerse el alcance del trágico atentado en el aeropuerto internacional de Estambul, que dejó 41 muertos, las agencias de viajes sufrieron una avalancha de cancelaciones hoteleras. La ofensiva del terrorismo islamista en Turquía, que coincide en el tiempo con el recrudecimiento de la guerra con los kurdos, con su rosario de atentados contra el Ejército y la Policía y las inevitables acciones de represalia, está tensando aún más si cabe una situación política interna muy delicada, en la que cada vez se amplía más la brecha entre el sector laico y europeísta del país y los partidarios de la reislamización de Turquía, que son mayoritarios. Poco a poco, el presidente Erdogan, que busca perpetuarse en el poder mediante sucesivas reformas constitucionales, se ha ido deshaciendo de sus adversarios internos, más proclives a mantener el actual equilibrio social, lo que ha traído como consecuencia el progresivo distanciamiento de la Unión Europea y la paralización del proceso de integración en el club de Bruselas. La última crisis de los refugiados, utilizados por Ankara como baza contra la UE, ha puesto de relieve que la inmensa mayoría de la opinión pública comunitaria está en contra de la admisión de Turquía en el club de los 27, si damos por consumada la salida del Reino Unido. Sin embargo, para Europa es primordial que el gigante otomano consiga restablecer la estabilidad y retome el proceso de reformas de su ordenamiento jurídico, hoy incompatible con los principios que defiende la Unión Europea. Sin duda, es difícil exigir esfuerzos a Bruselas si éstos no son correspondidos por el régimen turco –mucho más interesado en recuperar la influencia imperial perdida en 1918 y en estrechar lazos con Arabia Saudí, como contrapeso a la entente ruso-iraní–, pero el riesgo de estallido interno en una potencia como Turquía es una opción inasumible.