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La obcecación de Sánchez da nuevas alas al nacionalismo

La Razón
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Una de las más que predecibles consecuencias de la proclamada voluntad del secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, de conseguir la presidencia del Gobierno por medio de un pacto con fuerzas políticas a las que no les une otro interés común que expulsar, de cualquier ámbito de poder institucional, al Partido Popular –fórmula ya ensayada en las comunidades autónomas y ayuntamientos donde alcanzaba mayoría la suma de perdedores– es que abre la vía a las pretensiones de los nacionalistas, poco inclinados a dejar pasar la oportunidad de imponer sus condiciones a un candidato débil, que, además, ha mostrado abiertamente las cartas de su ambición. En el fondo, dejando aparte la deslealtad de origen, poco se puede reprochar a los partidos que propugnan la secesión o que ponen en duda el principio de soberanía nacional contenido en nuestra Constitución que den su apoyo al candidato que consideran más propicio a sus posturas. Pero, en todo caso, se trata de un respaldo envenenado que extremará las divisiones internas que vive el PSOE –que se encuentra partido en dos entre su responsabilidad de Estado y su concepción patrimonial del poder político– y que, a la postre, intensificará el declive que viene padeciendo la socialdemocracia española elección tras elección, hasta llegar a los 90 diputados de los últimos comicios, en su peor resultado desde el comienzo de la Transición. En este sentido, Pedro Sánchez no puede transferir sus responsabilidades a terceros actores. Que el PNV, por ejemplo, desempolve su catálogo de máximos, con la pretensión de que se reconozca al País Vasco un nuevo estatus político basado en el derecho a decidir y se establezca «una relación bilateral Euskadi-España», no sólo entra dentro de lo políticamente obvio en la trayectoria del nacionalismo más conservador vasco, sino que demuestra la intención de llevar al candidato socialista a una posición imposible en la que o bien se desentiende de la resolución aprobada por el último Comité Federal del PSOE y se aviene a negociar sobre la unidad de España, o bien renuncia a unos apoyos que, hoy por hoy, se antojan decisivos. Sin duda, Pedro Sánchez juega con la hipótesis, por otro lado plausible, de que los nacionalistas le otorgarán sus votos sin condiciones una vez puestos ante la disyuntiva de dejar que Mariano Rajoy repita gobierno o ir a nuevas elecciones. Pero confiar exclusivamente en que también funcionará con el PNV el frentismo que supone el cordón sanitario contra el Partido Popular no corrige el grave problema ulterior: presidir un Gobierno en clara minoría y sin aliados fiables. Porque a medida que Pedro Sánchez extrema sus expresiones de rechazo, pueriles por sectarias, a Mariano Rajoy y al partido que ha ganado las elecciones, y que representa a casi siete millones y medio de ciudadanos, pierde capacidad de maniobra frente a unas formaciones que no sólo mantienen posiciones incompatibles con los principios que se le suponen al moderno socialismo español –entre los que se encuentran la defensa de la unidad de España y el respeto al libre mercado– sino que aspiran a disputarle la primacía de la izquierda. En definitiva, Pedro Sánchez parece abocado a un error del que le advierten fuera y dentro de su partido y que, y ahí está lo más grave, no es lo que conviene a los intereses generales de los españoles.