El pontificado de Francisco

La paz sólo puede venir de una fe sincera

La Razón
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El mundo católico vivió ayer un día importante con la proclamación como santos de los hermanos Francisco y Jacinta Marto, que, hace cien años, vieron a la Virgen en la Cova da Iria, junto a la ciudad de Leiria, Portugal. El misterio de Fátima ha permanecido vivo desde entonces, un momento que, para el Papa Francisco, sólo puede vivirse desde la fe. El día de ayer tuvo una especial emoción al ser estos dos pequeños pastores inscritos en el Libro de los Santos, por lo que, en palabras del Santo Padre dichas en latín, «establecemos que en toda la Iglesia ellos sean devotamente honrados entre los santos». Con este viaje, Francisco será el cuarto Papa en visitar el escenario de una de las apariciones marianas más misteriosas de la Iglesia. El primero en hacerlo fue Pablo VI en 1967. Juan Pablo II visitó el santuario hasta en tres ocasiones. Y Benedicto XVI viajó hasta Fátima en 2010 para conmemorar los diez años de la beatificación de Francisco y Jacinta. Como escribió el entonces cardenal Ratzinger, «no se revela ningún gran misterio; no se ha corrido el velo del futuro». Es decir, se trata de un momento en el que la Iglesia se reencuentra con la fe y con uno de sus grandes misterios y ahí perdura, en el fervor. Francisco sí que ha dejado claro que en las interpretaciones del misterio de Fátima no debe verse el temor a Dios, sino el amor, la compasión, la misericordia. Ante más de 300.000 feligreses, el Papa llamó la atención sobre «una vida, a menudo propuesta e impuesta, sin Dios y que profana a Dios en sus criaturas». Fátima representa, desde sus orígenes, el sentimiento más humilde de la fe, algo que ha destacado Francisco, que puede resultar extemporáneo en unos tiempos en los que se está perdiendo el sentido humanitario más básico y nos complacemos en la indiferencia ante la desigualdad, la pobreza y el dolor. No hay mayor riesgo en esa pérdida de responsabilidad que el escepticismo y el relativismo y dar por ineficaces los valores del bien común. «Él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. El cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada», dijo Francisco en el transcurso de una misa multitudinaria. No quiso en esta ocasión dar un mensaje que fuese más allá de los miles de congregados en la explanada de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Fátima. Su mensaje estuvo dirigido a aquellos que desde una devoción popular, íntima y verdadera creen que la esperanza y la paz vendrá de una fe profunda y sencilla. «Suplico para todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y los abandonados», dijo el Santo Padre, que también alertó a aquellos que veían a la Virgen de Fátima como una «santita» a la que se recurre para pedir favores. En uno de los lugares sagrados del catolicismo más humilde, quiso también Francisco lanzar un mensaje que salte por encima de los códigos políticos más estipulados: «Unir a todos en una sola familia humana». Esa religiosidad popular, verdadera, sin sofisticados argumentos teológicos le sirvió para «descubrir nuevamente el rostro joven y bello de la Iglesia, que brilla cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de medios y rica en amor». El Papa no tiene más obligación que difundir un mensaje de esperanza frente al imperio de los cínicos y buscar la paz en el mundo, «como un peregrino», y así se lo propondrá a Donald Trump en su encuentro del próximo día 24.