El desafío independentista

La última farsa de Puigdemont

La Razón
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Lo hemos dicho en numerosas ocasiones y no dejaremos de repetirlo: Cataluña tiene un grave problema con sus actuales gobernantes. El llamado «problema catalán» le debe mucho a unos dirigentes impredecibles, que han puesto sus intereses ideológicos y el objetivo último de proclamar un Estado propio por delante de los intereses generales de los ciudadanos. Ayer pudimos comprobar su falta de decoro y la mínima seriedad exigible a unos gobernantes. El espectáculo que vivimos fue un ejemplo de la improvisación y la manipulación sentimental en la que se mueve la política en Cataluña desde hace demasiado tiempo y la falta de respeto a las mínimas normas de comportamiento de un servidor público. Demuestran una vez más actuar como una autocracia política que sólo debe responder a una supuesta «voluntad del pueblo» –que va más allá de la representación parlamentaria–, aunque encarrilado en las filas del nacionalismo más arcaico, despreciando, claro está, a la mayoría, la sociedad plural y diversa. La farsa y la sobreactuación de ayer alcanzó cotas nunca vistas.

Los dirigentes de la Generalitat dieron ayer una vuelta de tuerca más al insufrible «proceso» al que están sometiendo al conjunto de la sociedad catalana y española. Como siempre, la estrategia es llevar al límite al Estado y a los ciudadanos. La imagen que Cataluña, a punto de dar a luz un nuevo Estado, fue lamentable y muy poco fiable: nada bueno puede salir de sus dirigentes. Carles Puigdemont tuvo la oportunidad de convocar elecciones autonómicas y poder desbloquear una situación que está dañando nuestro prestigio democrático. No lo hizo, a pesar de que a lo largo de toda la mañana dejó correr el bulo de que estaba dispuesto a disolver el Parlament, supuestamente a cambio de alguna contrapartida, se supone que por parte del Gobierno. La conocida táctica victimista del nacionalismo que ante su innegable voluntad de diálogo sólo encuentra la negativa del pérfido Estado, sin especificar qué es lo que espera recibir a cambio de convocar elecciones. ¿Inmunidad? ¿Que la Justicia deje de actuar y haga dejación de sus funciones sobre las denuncias presentadas contra los dirigentes independentistas de malversación, desobediencia y prevaricación? Puigdemont desconoce uno de los principios básicos de cualquier democracia: la separación de poderes. Se trata, pues, de un chantaje inadmisible que el Gobierno nunca puede aceptar. Pidió «garantías» para convocar los comicios, pero no especificó si se refería a que hubiesen condiciones de ecuanimidad e imparcialidad o que se pusiera en libertad a los líderes de la ANC y Omnium. Puigdemont no convocó elecciones porque es un político instrumental impuesto por los diez diputados de la CUP para declarar la independencia. La incertidumbre que vivimos ayer es producto, además, de la debilidad de una coalición de gobierno –Junts pel Sí y ERC– y el apoyo de una formación que está fuera de la realidad como la CUP. Su misión es llevar al «proceso» hasta el límite, pero eso comporta unos riesgos tipificados procesalmente que parece que, de momento, Oriol Junqueras, el taimado y oportunista vicepresidente, no está dispuesto a correr: sólo busca recoger los frutos del «sacrificio» de Puigdemont, pero sin exponerse él. Ayer se evidenció ese conflicto, la división y la lucha descarnada por el poder de la Generalitat, que, en el contexto en el que nos encontramos, no es una aspiración legítima porque están utilizando las instituciones y forzando al Estado hasta el límite para su provecho electoral. Puigdemont no convocó elecciones, pero las elecciones acabarán convocándose en virtud de la aplicación del artículo 155. Esta es la realidad. Tampoco dimitió, pero puede ser cesado en breve. Su futuro político puede ser descifrado en breve. El 155 no es una medida excepcional, sino necesaria. El presidente de la Generalitat sabe cuál es el camino para que la autonomía no sea intervenida: volver a la legalidad. No hay otra vía. De no ser así el Gobierno puede disponer desde hoy, tras su aprobación en el Senado, de los instrumentos para que la legalidad sea restituida en Cataluña.

El Parlament puede hoy levantar la suspensión de la declaración de independencia del pasado día 10 y así cumplir un guión que no lleva a ninguna parte. Puede declararse la secesión de manera «legal», o escenificar una de sus proclamaciones habituales, pero lo único cierto es que este momento el Gobierno dispone del instrumento para que las instituciones de la Generalitat sigan funcionando. El indepedentismo entra en un callejón sin salida, pero hay que evitar que arrastre a toda Cataluña.