El desafío independentista

Ni un paso atrás ante la intolerancia

Ni un paso atrás ante la intolerancia
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Competir en manifestaciones y otras demostraciones de masas con el nacionalismo catalán es realmente difícil. El independentismo posee una maquinaria bien engrasada, disciplinada y en perfecto estado de revista gracias a unos eficaces servicios de propaganda dirigidos desde la Generalitat y ejecutados desde los medios de comunicación públicos. El agravio histórico y el victimismo es un combustible inagotable. Está en permanente estado de movilización y sus dirigentes y asociaciones más activas –que conforman una tupida red debidamente subvencionada– han construido un modo de vida basado en hacer realidad hasta los detalles más ridículos de una nación, sus valores, mitos y enemigos históricos. El nacionalismo catalán utiliza para justificar su necesidad de levantar nuevas fronteras al nacionalismo español, agresivo por definición, mientras ellos son un ejemplo de civismo y pacifismo. Pero mienten y, a la vez, se engañan. La manifestación de ayer en Barcelona organizada por Sociedad Civil Catalana (SCC) no es ni mucho menos la otra cara de la moneda del nacionalismo catalán, excluyente –como se ha ido viendo a lo largo del «procés»–, con preocupantes tics xenófobos –España es un lastre para su desarrollo y mentalidad escandinava, dicen– y capaz de marginar a la mitad de la población, como así sucede. La marcha que reunió en Barcelona a centenares de miles de personas y a partidos constitucionalistas, representantes de la derecha liberal y de la izquierda y, sobre todo, ciudadanos que quieren romper con el nacionalismo obligatorio, defiende una sociedad tolerante y abierta en la que todos sean iguales ante la Ley. Se trata de una cambio en el modelo de convivencia frente a la asfixia que provoca el independentismo. A pesar de que los grupos violentos de los CDR cortaron autopistas y líneas ferroviarias para impedir la llegada de manifestantes a Barcelona –más coactiva que eficaz–, con ese llamamiento ignominioso del llamado Tsunami Democràtic de impedir la llegada de «extranjeros», la manifestación se celebró anteponiendo los valores comunes de Constitución y Estatuto frente a los que lo quieren romper con la legalidad democrática. Sin duda, el nacionalismo catalán tiene unos mecanismos muy sofisticados para imponer su discurso –«queremos votar», «queremos decidir», «España es una dictadura»–, pero lo que nunca dice es que su programa se basa en la ruptura con las leyes de un país plenamente democrático y contra de la voluntad de, por lo menos, la mitad de la ciudadanía. Y es esta ciudadanía libre y que apuesta por la concordia la que ha marcado una frontera infranqueable. Es decir, Cataluña nunca será un Estado independiente contra la voluntad de la mayoría de sus ciudadanos. Lo vivido estos días en Cataluña supone un antes y un después en la evolución del nacionalismo catalán y su política impositiva, con una demostración obscena de ocupación de la calle – «la calle siempre serán nuestras»–, con violencia salvaje y la implicación de la Generalitat, con su presidente a la cabeza, en la organización de una insurrección contra el Estado de Derecho. Ya no existe un nacionalismo catalán moderado –con la formulación de un catalanismo equidistante o pragmático–, como quiere aparentar ahora ERC, sino aquellos que han comprendido que la vía unilateral a la independencia tiene consecuencias penales y sociales graves: fragmentar la sociedad. Es posible que Pedro Sánchez desconociese –o no quisiera saber– hasta dónde eran capaces de llegar los partidos nacionalistas que le ayudaron a alcanzara La Moncloa con su moción de censura, pero la realidad se ha mostrado con toda su crueldad. Ahora sólo tiene margen para apoyarse en los partidos constitucionalistas, especialmente el PP, que está demostrando lealtad y sentido de Estado.