Cataluña

Separatismo, mentira y odio

La Razón
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La carga de violencia verbal de la candidata designada a la presidencia de la Generalitat por ERC, Marta Rovira i Vergés, de la que ayer tuvimos otro cumplido ejemplo, no sólo se explica en el fanatismo ideológico de quien así se expresa, sino que forma parte de una estrategia electoral perfectamente diseñada. Es, también, un doloroso desmentido a quienes, desde el razonamiento de la lógica de las cosas, esperaban que el separatismo, caído de bruces ante la realidad, iba a mirar francamente a los ojos de la sociedad catalana y abandonar su discurso de odio y mentiras. Está, sin embargo, sucediendo todo lo contrario. Los responsables del «procés» reescriben el relato de su fracaso de la única manera posible: demonizando hasta la caricatura a quienes se han limitado a defender los derechos democráticos de los ciudadanos, sin que importen los epítetos ni lo horrendo de las acusaciones. En esta sucia tarea, con la que, en realidad, se pretenden disimular las propias responsabilidades, Marta Rovira está llamada a jugar un papel principal, puesto que su implicación en el proceso, siempre desde las sombras, era menos conocida que la de su jefe de filas, Oriol Junqueras, actualmente encarcelado en la prisión de Estremera. Nos hallamos, pues, ante un doble objetivo: justificar en la «despiadada maldad» del Gobierno y del resto de las instituciones del Estado el fracaso de la declaración de independencia y proyectar la imagen de la candidata republicana entre el electorado separatista, que en las encuestas más recientes acusa una cierta desmovilización. Así, el nuevo relato niega la evidencia, desacredita cualquier autocrítica, justifica la derrota en la mentira sangrante de un Estado dispuesto a actuar con la máxima violencia y a sembrar las calles de cadáveres, y explica la llamada a las urnas como un paso más en la consecución de la república catalana. Sin duda, el discurso tendrá algún efecto entre los independentistas más fanatizados, cuyo odio les blinda frente a la realidad, y, tal vez, consiga la concentración del voto separatista en la papeleta de ERC, en detrimento, claro, de las otras opciones del mismo arco ideológico. Sería caer en la ingenuidad pretender que son ciertas las protestas de los republicanos de que su negativa a repetir candidatura conjunta con el partido de Carles Puigdemont responde a la idea de que «por separado suman más». No. Es la derrota aplastante de los antiguos convergentes lo que busca ERC para hacerse con la hegemonía del independentismo. Tacticismos aparte, la recuperación del discurso mendaz y agresivo por parte de los responsables del movimiento secesionista no debería dejarse a beneficio de inventario, puesto que revela su empecinamiento en mantener el desafío al Estado, más allá de lo que resulten las actuaciones judiciales o los mismos resultados electorales. En efecto, el separatismo catalán parece dar por amortizado el descubrimiento de sus anteriores y patéticas mentiras –desde las que presentaban la república catalana como una arcadia feliz, hasta las que garantizaban el mayor reconocimiento internacional– y, arropado en el victimismo, vuelve a la matraca del «procés», con su cohorte de presuntos reos de rebelión convertidos en «mártires de Cataluña». El problema no sería tanto el resultado de otra nueva intentona, simple reiteración delictiva condenada al fracaso, como el incremento del daño económico y social que causaría a Cataluña y al resto de España. Con un temor añadido que es imposible obviar: las mentiras infames de gentes como Marta Rovira no sólo producen la lógica indignación de los insultados, sino que, por su malvada naturaleza, son generadoras de violencia.