Cristianismo

Trump ante el poder de la iglesia

La Razón
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La primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos reconoce la libertad religiosa, a la vez que prohibe que el gobierno apruebe leyes que establezcan una confesión oficial. Por contra, la realidad indica que no se entendería la política norteamericana sin este componente religioso, o que ningún presidente pueda llegar a la Casa Blanca sin tener en cuenta la gran comunidad de raíz cristiana, católica y evangelista, en su amplísima diversidad. Que todos los presidentes juren su cargo ante una Biblia demuestra que se trata de algo más que una parte del protocolo y define la raíz cristiana de los EE UU. Es posible que este hecho tuviera poco peso en el encuentro que ayer mantuvieron en el Vaticano el Papa Francisco y Donald Trump, y que la expectación creada se deba a que ambos representan en estos momentos dos maneras diferentes, incluso antagónicas, de entender la organización del mundo y cómo abordar los grandes problemas. Aunque EE UU tiene 68 millones de católicos –aún siendo de mayoría protestante–, Trump visitó el Vaticano en calidad de presidente de la gran potencia mundial, de la mayor economía planetaria y de una fuerza militar incontestable. EE UU es, además, el modelo cultural de consumo popular más extendido. Por lo tanto, ayer el encuentro fue entre un poder laico basado en su fuerza material frente al poder espiritual capaz de movilizar conciencias. Clamar por la paz puede resultar inútil, pero alguien debe hacerlo y esa es una obligación moral del Papa. Trump ganó las elecciones contra todo pronóstico porque, entre otros factores, fue votado –además de por el 81% de las muchas iglesias evangélicas existentes–, por el 60% de los católicos blancos. Una de las primeras medidas de Trump fue la de restringir los fondos federales para financiar el aborto en el extranjero, medida que suele ser siempre revocada por los demócratas. Aunque la defensa de la vida es una cuestión central para la Iglesia católica, la decisión de levantar un muro en la frontera entre EE UU y México provocó la crítica sin paliativos del Santo Padre, un desencuentro que venía de lejos y que se planteó sin matices. «Una persona que piensa sólo en hacer muros, sea donde sea, y no hacer puentes, no es cristiana», dijo Francisco. Por contra, Trump contestó: «El Papa desearía y rezaría porque yo fuera presidente si el Vaticano fuera atacado por el Estado Islámico». Puede que Trump no tenga en cuenta que México es el según país del mundo con más católicos, después de Brasil. Portavoces vaticanos hablaron ayer de la necesidad de restablecer una «colaboración serena». Históricamente ha sido así, aunque, en estos momentos, algunas de las misiones diplomáticas en las que ha intervenido de manera directa el Papa choca con los planes de la Casa Blanca. El más importante es la intervención de Francisco para la política de apertura de Cuba propiciada por Obama y que Trump no está dispuesto a continuar. Como dijo en esos momentos «L’Osservatore Romano», «en cada acontecimiento de la historia hay un principio, un durante y un después», y puede que el actual presidente estadounidense no tenga en cuenta que la política del Vaticano sobre Cuba ya estaba diseñada veinte años atrás por la mano de Juan Pablo II. La reunión de ayer en Roma evidenció un desencuentro, pero la Iglesia católica siempre es una fuerza diplomática que no hay que desdeñar y que suele llegar donde los planes geoestratégicos no alcanzan. La caída del muro del Berlín estuvo anticipada por el colapso de la Unión Soviética y las primeras fisuras en algunos países comunistas, especialmente en Polonia, donde el papel de Juan Pablo II fue clave. Si Trump le hubiese pregunta ayer a Francisco cuantas divisiones tiene –como preguntó Stalin en 1935–, es posible que se hubiese respondido él sólo mirando la Capilla Sixtina.