Cataluña

Un desafío antidemocrático

La Razón
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Si el nacionalismo catalán no entiende que su plan secesionista supone la liquidación del Estado de Derecho, no nos debe extrañar que para su futuro Estado –que, según sus planes, se declarará unilateralmente en unos meses– ni se contemple la separación de poderes. Es tal el disparate jurídico sobre el que se apoyan los independentistas, que sólo nos puede llevar a una conclusión: se trata de ocultar bajo un supuesto lenguaje legal muy victimista un verdadero golpe a la legitimidad democrática. Así es, y aunque intenten defender el derecho a romper esa legitimidad cumpliendo el mandato de la «voluntad del pueblo catalán» –capaz por el solo hecho de serlo de constituirse en una fuente de derecho–, se trata de un golpe a nuestra instituciones. ¿Cómo explicar que la Ley que regulará la secesión ni siquiera se podrá discutir en el Parlament? La visita ayer a Madrid de los tres principales dirigentes de la Generalitat, Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Raul Romeva, fue anunciada como la última posibilidad de que «España escuche el clamor» de la sociedad catalana a favor de un referéndum que, por lo que sabemos hasta ahora, esconde una pregunta que no engaña a nadie: «¿Quiere que Cataluña sea un Estado independiente de España?». Ese es el objetivo y para hacerlo realidad, para romper la sociedad española, han puesto todos los medios de que dispone la Generalitat, que no son pocos. Lo hemos dicho y lo volveremos a repetir siguiendo lo que dicta nuestra Constitución: la soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español y ninguna comunidad puede hacer valer unos derechos históricos, agravios territoriales o los llamamientos de unos dirigentes iluminados para acabar con ella. Ningún estado democrático lo permitiría, como han podido comprobar después de su campaña para «internacionalizar el proceso»: ningún gobierno europeo les ha prestado apoyo. Lo que sucedió ayer en el Ayuntamiento de Madrid es la escenificación de que el independentismo no es la causa de la democracia como preconizan, sino el uso abusivo de las instituciones públicas catalanas al servicio de un proyecto antidemocrático que es capaz de desafiar al Estado diciendo que «no tiene tanta fuerza» para impedir el referéndum. Sólo cuenta con la ayuda de Podemos, una partido obsesionado con desligitimar nuestra democracia y que para llevar a cabo su último artefacto propagandístico, la moción de censura a Rajoy, no dudan con mercadear con los dueños de la Generalitat de prestarles su apoyo al referéndum si éstos se suman a su última campaña. Proponer la ruptura con España y luego querer «entablar buenas relaciones», o decir que sólo «se trata de la autodeterminación de Cataluña, que no es negar a nadie, sino reafirmarse a sí misma», sólo demuestra la falacia en la que está instalado el independentismo. La llamada Ley de Transitoriedad Jurídica que tiene ultimada la Generalitat no deja dudas sobre la declaración unilateral de la secesión si el Estado no pacta la consulta o cuáles son sus planes sobre los funcionarios, la obtención de la ciudadanía –y el pasaporte–, o nombramiento del presidente del Tribunal Supremo, que correrá a cargo del presidente de la Generalitat: he ahí la división de poderes. La conferencia en el Ayuntamiento de Madrid sólo fue un ejercicio propagandístico con la única intención de decir que «nosotros hicimos todo lo posible». Exigir una «operación de Estado» para pactar un referéndum y romper la soberanía nacional es un ejercicio de cinismo sólo equiparable a querer «dar voz» a los que están en contra de la independencia e invitarles a votar. El verdadero problema que tiene Cataluña en estos momentos es el de un gobierno desleal que usa los medios del Estado para acabar con la soberanía nacional. Sólo puede haber diálogo si la Generalitat recupera la sensatez.