Debate de investidura

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La Razón
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Por más que el secretario general de los socialistas, Pedro Sánchez, tienda cortinas de humo para ocultarse de su responsabilidad, será difícil que los ciudadanos entiendan qué razón legítima puede justificar que una formación política que se supone comprometida con los principios constitucionales y la estabilidad de España rechace la mano que ayer tendió Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados. Porque el fundamento del discurso de investidura del candidato popular hay que buscarlo en la oferta que el presidente del Gobierno en funciones hizo al PSOE para acordar siete grandes pactos de Estado sobre los asuntos que más condicionan el presente y el futuro de los ciudadanos. Son acuerdos en educación, pensiones, empleo, energía, igualdad de los españoles en el sistema autonómico, lucha contra la violencia de género y reforma de las instituciones sobre los que el PSOE no mantiene diferencias insalvables con el resto de los partidos del llamado bloque constitucional, como demuestra el pacto de investidura que firmó Pedro Sánchez con el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en la frustrada legislatura de diciembre pasado, que recoge muchas de las medidas asumidas luego por el Partido Popular. Como cualquier ciudadano puede entender –más aún después de escuchar la encendida defensa que de la unidad de España y del respeto a la soberanía de los españoles hizo Mariano Rajoy–, es preciso que el Partido Socialista se sume, desde la lealtad constitucional, al proceso de reforma de nuestro sistema autonómico, si se pretende que éste tenga éxito. Lo mismo reza para la reforma educativa o para la consolidación del sistema de pensiones. Es lo que explicó ayer por activa y por pasiva Mariano Rajoy, sin que hiciera –a tenor de las reacciones posteriores– la menor mella en la actual dirección del PSOE. Explicó que el resultado de las últimas elecciones suponía una gran oportunidad para el gran acuerdo político que necesita este país. Explicó que los españoles le habían encargado mayoritariamente que les gobernara, pero que no podía hacerlo solo y expuso con argumentos inobjetables la urgencia de afrontar los compromisos adquiridos con Europa, cuyo incumplimiento suponen para nuestro país sanciones económicas graves, la pérdida de los fondos de cohesión y, sobre todo, el descrédito internacional. En esa parte de su intervención, Mariano Rajoy demostró que es muy consciente del tremendo riesgo que corren los intereses de la sociedad española, tanto si se mantiene la actual interinidad institucional como si se articula una alternativa radical de izquierdas que, además, estaría hipotecada por el apoyo de quienes desafían la Ley en su pretensión de romper España. Por ello, cuando el presidente del Gobierno afirmaba que no había otra alternativa razonable a su candidatura, que su oferta de una gran coalición era la mejor opción, decía lo mismo que piensan muchos ciudadanos. Incluso una buena parte de quienes no votaron en junio al Partido Popular exige que se ponga fin a esta anomalía política y rechaza una nueva convocatoria electoral. Con las cartas sobre la mesa, es inevitable preguntarse, como hizo el presidente del Gobierno, si hay alguien que quiera arrastrar a los españoles a unas terceras elecciones, hecho insólito en la historia de las democracias occidentales. Si es así, no nos cabe duda de que los ciudadanos castigarán en las urnas tamaña irresponsabilidad. Como ya hemos señalado editorialmente, no es aceptable que un partido político con vocación de Gobierno, como hasta ahora se consideraba al PSOE, practique un filibusterismo parlamentario a la postre estéril para sus intereses y, lo que es más grave, dañino para los españoles. Poco más hay que decir. La oferta de pacto hecha por el presidente del Gobierno al secretario general de los socalistas merece, por lo menos, una respuesta razonada. Desde nuestro punto de vista, ese gran acuerdo sería la mejor solución para España, pero, en última instancia, entendemos que el PSOE no quiera prestarse a otro papel que no sea el de la estricta oposición para no correr riesgos ante sus electores más ideologizados. Sin embargo, esa postura, perfectamente legítima, no es óbice para que cumpla con la primera norma de la democracia: el respeto a las urnas.