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Víctima de una justicia paralela impropia de un Estado de Derecho

La Razón
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No es fácil, desde cualquier punto de vista humano, abstraer de la repentina muerte de la senadora Rita Barberá el estrés sufrido durante el último año por una mujer vital y abierta, que irradiaba simpatía y que había dedicado su vida al servicio público a través del ejercicio de la política. Es, sí, difícil borrar de la retina las imágenes de su última salida de una sede judicial, el pasado lunes, abandonada de todos los que fueron sus compañeros y se dijeron sus amigos mientras en la calle un grupo de energúmenos, impunes, la insultaban soezmente. Pero Rita Barberá ha fallecido de un infarto de miocardio y la ciencia médica es aún incapaz de discernir hasta qué punto actúa la ansiedad y la preocupación sobre el músculo cardíaco. Como en otros casos, quizás demasiados, la que fuera alcaldesa de la ciudad de Valencia durante un cuarto de siglo, la bestia negra de la izquierda local, a la que siempre derrotaba en las urnas –incluso cuando perdió la alcaldía en 2015, había ganado las elecciones– venía siendo objeto de un juicio paralelo en el que habían saltado por los aires todas las prevenciones, todas las garantías procesales que en nuestro ordenamiento jurídico deslindan la investigación judicial del linchamiento público. Rita Barberá, en efecto, ya había sido juzgada y condenada, incluso por quienes, desde la acción política, deberían actuar con la cautela interesada del que puede correr esa misma suerte. Rita Barberá fue –los hechos cantan y la modestia de su vida personal así lo confirma– una mujer fundamentalmente honrada que, bajo los focos de una opinión pública justiciera y minada por el desgaste de la crisis, siempre reclamó su derecho a la presunción de inocencia, a no ser condenada más que por un juez, en sentencia razonada y con la protección de su honor. Nunca eludió a la Justicia y, de hecho, había acudido voluntariamente a declarar ante el juez Cándido Conde Pumpido, ex fiscal general socialista al que no intentó recusar en ningún momento, confiada en la Justicia y pese a que el Partido Socialista Valenciano se había incorporado a la causa como acusación particular. Se nos dirá, y es razonable, que, dados los tiempos de crispación y sectarismo que nos ha tocado vivir, lo lógico, sin desdoro personal, era haberse apartado, como un daño colateral más. Pero lo cierto es que Rita Barberá tenía derecho a defender su inocencia y, sobre todo, tenía derecho a verse asistida de su partido, al que había dedicado su vida y que había convertido en referencia de la Comunidad Valenciana. El trágico acontecimiento de su muerte debe servir para que en el seno del PP se abra un proceso de reflexión sobre el error de no haberse enfrentado a los usos cainitas, a la manipulación torticera de los procedimientos judiciales y a la insensibilidad partidista que han traído a la vida pública las nuevas formaciones populistas. La defensa de la presunción de inocencia y el derecho a no ser puesto en la picota debían haber guiado algunas conductas. Desde las páginas de LA RAZÓN, como hicimos en el caso de los expresidentes de la junta de Andalucía, José Antonio Griñán y Manuel Chaves, como igualmente hizo el Partido Socialista andaluz, hemos defendido el derecho de Rita Barberá y nos asiste el orgullo de recordarlo. Son derechos de los que nadie puede ser privado, porque son la base del sistema de libertades. Las flores que, desde ayer, inundan el Ayuntamiento de Valencia y el domicilio de su ex alcaldesa, depositadas por miles de ciudadanos doloridos, testimonian que no estamos solos.