Francisco Nieva

Adió al tabaco

Respirar el aire de este mundo era aspirar humo de tabaco. Allá por donde fuera era una fina cortesía ofrecer un pitillo a nuestros semejantes

La Razón
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¡Las vueltas que da el mundo! Ahora, encender un cigarrillo es una muestra de zafiedad y ordinariez. Pero yo he nacido, crecido y he sido educado en la cultura del tabaco. La caja de los hilos, los dedales y tijeritas de mi madre era una caja vacía de puros habanos, y aquella intimidad de mi madre olía a tabaco. A mí me gustaba ese olor. Era un olor a papá, y yo lo aspiraba con delectación en la badana de su sombrero. El mundo estaba lleno de nicotínicos, no se paraba de fumar. Aquel mundo echaba humo. Mi padre trabajaba en el ayuntamiento del pueblo, y en el despacho del alcalde y cacique el olor a tabaco era como una mordaza irresistible. Don Eusebio Vasco encendía un puro tras otro, como más tarde vi que hacía mi admirado director de cine Luchino Visconti. No se podía prescindir del tabaco en la creación artística o literaria. Desde tiempo inmemorial la gran pintura había plasmado divinamente al personaje que fuma en pipa, al intelectual que medita, al marino, al abogado, al juez y al alguacil en obras maestras del arte pictórico: los majos de Goya, los artistas de Cezanne y de Manet... Respirar el aire de este mundo era aspirar humo de tabaco. Allá por donde fuera era una fina cortesía ofrecer un pitillo a nuestros semejantes. Hasta mi madre disfrutaba de sus finos cigarrillos turcos, que le traía mi padre a la vuelta de sus viajes, ya sazonados con el oriental hachís. Una mujer fumando resultaba muy sexy. Yo mismo he fumado mucho, y mi verecunda suegra francesa me reprochaba no pedir permiso a las damas antes de ponerme a fumar, es decir, me reprochaba que no fuese como un personaje de Guy de Maupassant. ¡Y con cuánta razón!

Ensayando una ópera, yo atufaba a mis buenos cantantes, que tosían y estornudaban.. Recuerdo el número de las fumadoras en «Los sobrinos del capitán Grant», que, de chico, me llevaron a ver por Navidades.

Si es en el hombre un vicio el de fumar,

en la mujer es gracia particular.

Entre dos que se quieren qué gusto da

un cigarrillo a medias poder fumar.

Se establecen entonces lazos de unión

entre la fumadora y el fumador,

mientras el humo sube, el humo sube

como flotante nube, flotante nube.

Y si el tabaco tiene poder,

nos viene un mareíllo

que da placer,

que da placer.

Y me permito hacer un inciso: nada me ha divertido y satisfecho tanto como dirigir en teatro «Los sobrinos...» Una zarzuela itinerante por todo el hemisferio austral, con una música excelente del maestro Fernández Caballero y un libreto de lo más acertado y chistoso de Ramos Carrión. Yo pretendí montarla hasta en la Ópera Cómica de Berlín, seguro de su éxito en Alemania. Hice cantidad de bocetos, de figurines y maquillajes, y hasta una breve película de dibujos animados para proyectar durante el preludio musical. Y aquel número de las fumadoras lo cuidé al máximo, con tres estupendas sopranos que resultaban cimbreantes chimeneas.

Todas la vampiresas y cortesanas fumaban como carreteros. El escritor Juan Valera, en una de sus famosas cartas, describe la impresión que recibió en un viaje de vuelta de San Petersburgo a Moscú en el vagón «fumoir» del famoso expreso. Aquello era el infierno del fumador, entre cortinillas con borlas y titilantes lamparillas. El ambiente se podía cortar con un cuchillo, damas de polisón fumaban como relajadas serpientes de tentación.

Parece que aún tengo presentes las fotos de Jean Harlow, de Bette Davis, de Carole Lombard, fumando hasta en la cama. Todas aquellas escenas cinematográficas de corte trágico o costumbrista, redacciones de periódicos, salas de subastas, oficinas del Estado, el interior de un submarino en apuros, a Groucho Marx siempre con una colilla de puro entre los labios, los condenados a muerte, la misma Mata Hari antes de ser pasada por las armas, la protagonista Greta Garbo, la novia del mundo. Por aquel entonces, hasta los médicos pasaban consulta fumando y en los hospitales se permitía a los enfermos fumar en la cama. El no va más.

Hasta que Dios en persona nos prohibiera fumar. Y todos obedecimos, menos yo. Me cuesta mucho decir: adiós, tabaco, adiós.