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Ante la Noche Triste

La Razón
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Que nadie se venga a engaño, este artículo no trata de las lágrimas y alegrías de una noche electoral. Lejos de ello, vuelve su mirada a nuestra historia cuando se cumplen 495 años de la Noche Triste. La dolorosa derrota de Hernán Cortés y sus hombres, que escapaban de la capital del Imperio Azteca tras la muerte del emperador y la rebelión del pueblo. Mucha sangre se había derramado ya en la conquista americana, pero la pérdida de tantos compañeros de armas, además de un elevadísimo número de aliados indígenas, hicieron que la voz de Cortés se quebrase en un llanto, y que su ánimo dudase si aquella empresa imposible pero cierta –coronada por el oro de Moctezuma– merecía tanto penar. Gran parte de aquel tesoro se perdió también en la Noche Triste, en las aguas que hoy ocupa Ciudad de México.

El escritor estadounidense Nestell Bovee dijo aquello de que la aflicción, como el herrero, nos forja a golpes. Algo así debió sucederle a Cortés. Y de la fragua de aquella noche emergieron unos españoles dominados por una cruel determinación, que vencieron a sus enemigos en Otumba; que en un año se hacían de nuevo con el control de Tenochtitlan. Era el alba de una nueva España que sería el corazón de la presencia española en américa.

La Noche Triste es uno de esos hitos legendarios de nuestra historia. Condensa con cruda precisión las grandezas y también los excesos de aquel tiempo en el que el mundo se hacía realmente global. Todo ello según los ritmos que determinaba la Monarquía Hispánica, y la resolución febril de aquellos hombres que, como Cortés, no tenían nada que perder. Cuando nos acercamos al quinto centenario de aquellos hechos, no es el orgullo del colonizador, ni el llanto avergonzado de un arrepentimiento penitente, el que debe presidir nuestra memoria, sino la percepción de una labor inacabada. La del fortalecimiento de los lazos entre los que conformamos el universo hispánico a través de fórmulas capaces de hacerse permeables en el tiempo, y hagan del siglo XXI el de una cooperación trasatlántica con rostro humano y no solo anglosajona.

Y es que la historia de España y de América, mucho más allá de Río Grande –desde los Grandes Lagos– hasta el Cabo de Hornos, sigue siendo la de unos lazos comunes que configuran uno de los polos culturales con mayor potencial de todo el planeta. A la espada de los conquistadores siguieron los misioneros, al mandato de acero de las milicias le sucedió la ley de Castilla, la prosperidad del comercio, la estabilidad virreinal y el constante aldabonazo moral de los que -como los jesuitas- denunciaron bien alto las miserias y sinsentidos de la presencia española, y enmendaron cuando les fue posible sus excesos. Al mismo tiempo que hoy recordamos el llanto de Cortés y de Alvarado, celebramos también los últimos compases de las independencias. Con la emancipación, España pasó de Imperio a Madre Patria de América, junto con nuestros hermanos portugueses. Es cierto que la expansión española en América fue ante todo una conquista, pero con una mirada serena y desapasionada debemos poner hoy el acento en una Leyes de Indias precursoras y en un mestizaje que clamaba contra el fin de la raza como fundamento de las relaciones entre los hombres; en una lengua común que nos hace ecuménicos.

Hoy sin embargo una España que demasiadas veces hace del complejo su bandera en política exterior, parece querer abdicar del compromiso necesario que debemos mantener con América, con sus problemas y desafíos, en el tiempo de mudanza que vivimos. No sólo es una responsabilidad moral, sino una acuciante exigencia estratégica. El que Estados Unidos y Cuba hayan decidido relanzar sus relaciones diplomáticas tras décadas de bloqueo, sin que el Palacio de Santa Cruz haya sido un interlocutor privilegiado, da cuenta de la miopía de nuestra diplomacia.

Más grave si cabe es la percepción de que los españoles más jóvenes apenas han oído hablar de Cortés, y nada podrían decir de Núñez de Balboa, Cabeza de Vaca o de aquel terrible ser que fue Lope de Aguirre. Ni siquiera barruntan el significado de la primera exploración del Pacífico o de la circunnavegación del globo; de El Dorado o de Cipango. De dos siglos de leyenda exaltados por Hipólito Taine como el momento superior de la historia del hombre. Y es que el atolondramiento cultural engendrado por un sistema educativo insoportable, mezclado de ese renovado siroco populista que busca prevalecer en América, aupado por décadas de corrupción y mal gobierno, constituyen el camino perfecto para convertir una preciosa herencia común, preñada de futuro, en algo insignificante. Peor que eso, en algo odioso.

*Departamento de Relaciones Internacionales. Universidad Pontificia de Comillas