Internacional

Atado y ¿bien atado?

La Razón
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En el mejor estilo de aquel famoso artículo publicado por el falangista Girón de Velasco en abril de 1974 («Se pretende que los españoles pierdan la fe en Franco y en la Revolución Nacional»), al conmemorar los 55 años de la Revolución, Raúl Castro advertía a las «nuevas generaciones de dirigentes» que «el enemigo» está siempre alerta para socavar la unidad del pueblo con el Partido Comunista, «único heredero legítimo del legado y la autoridad del Comandante en Jefe de la Revolución Cubana, el compañero Fidel Castro Ruz». Pero esta invocación de los manes revolucionarios tenía entonces enfrente un enemigo que resultaba temible no por su agresividad, sino por su poder de seducción. No obstante, el régimen parecía haber encontrado su zona de confort tras la reconfiguración de las relaciones facilitada por Obama. La apertura de los mercados no sólo podía ser el centro de la maniobra gatopardista destinada a implementar la versión cubana del Doi Moi, sino que, a la larga, se adivinaba muy probable el escenario que Václav Havel consideraba característico del «postotalitarismo». En una entrevista para Adam Michnik, el ex presidente checo hacía este tétrico retrato del proceso: «Sin un marco judicial eficaz, se implantó una rápida y masiva privatización en la cual participó y sigue participando de modo significativo la antigua nomenclatura y las empresas comunistas de la época anterior. Ellos poseían las informaciones y los contactos necesarios para convertirse en el núcleo de la nueva clase empresarial. Esta clase tiende ahora a unir el poder económico con el político y el mediático, creando lo que suelo llamar capitalismo mafioso o democracia mafiosa. Cada uno a su manera, todos los países postcomunistas padecen este mal».

Por lo demás, Havel no hacía descansar el problema únicamente sobre las elites del régimen, sino sobre esa cultura que se desarrolla a partir del pragmatismo impuesto por la supervivencia. «Uno de los peores legados del sistema comunista es la falta de moral», advertía el líder de la Revolución de Terciopelo. «La amoralidad propia de aquel régimen surgió con toda su fuerza cuando comenzó dicho proceso de privatización, y de ahí vienen las conductas mafiosas en general». La cuestión sobre la aptitud regeneradora de un pueblo entrenado en la picaresca y en el miedo es precisamente lo que lleva a algunos grupos de disidentes, congregados sobre todo en torno a la Iglesia católica, a poner el acento sobre estrategias menos centradas en la transformación política que en el fortalecimiento y la concienciación de la sociedad civil. Así lo han sostenido, por ejemplo, los editores de la revista «Espacio laical», dependiente del arzobispado de La Habana: «La institucionalidad debe ser reformada por los cubanos de dentro y fuera de la isla», afirman, mientras publican en su suplemento digital artículos de título tan asombroso como «Los hermosos peligros de la libertad», firmado por el poeta Víctor Fowler. Estas llamadas a la responsabilidad y a la prudencia cobran a veces la forma de una oposición, más o menos manifiesta, a los que abogan por mantener las sanciones económicas contra Cuba. En consecuencia, y especialmente entre la comunidad de Florida, no son pocos los que han acusado a los socialcristianos y a la jerarquía eclesiástica –especialmente tras la visita del papa Francisco, tan obsequioso con Fidel– de lavar la cara al castrismo y de contribuir a su impunidad.

El apoyo de los cubano-americanos a Trump ha dado nuevos vuelos a las aspiraciones de la línea dura, que reivindican su derecho a ajustar cuentas con la obra que ahora, al repasar la vida de su principal artífice, arroja un saldo bien distinto al que harán tantos babosos erotizados por el mito del macho tropical. Pero, frente a estas expectativas, son muchas las razones que vuelven incierto el panorama. Por una parte, porque la dictadura cubana, y la izquierda latinoamericana en general, siempre han vivido mejor contra Estados Unidos. Un golpista salido del ejército como Hugo Chávez (encuadrable, por lo tanto, en el linaje de Pinochet), con unas formas de telepredicador que han debido confinarlo, con especímenes como Abdalá Bucaram, al capítulo de curiosidades de gabinete, acabó, gracias al odio generado por Bush, convertido en el líder continental que regaló a Fidel (por la vía de los votos y tras la muerte de la URSS) su ansiada y largamente perseguida conquista del petróleo venezolano. Junto a esto, es muy difícil predecir lo que saldrá del orden mundial al que los medios se refieren ya como Trumputin. Conviene recordar que, desde 2013, Volvogrado cambia de nombre seis días al año y vuelve a llamarse Stalingrado, en homenaje a la nostalgia.