Caso Nóos

«Caso Nóos»: el árbol envenenado

La Razón
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A la espera de la sentencia del mal llamado «caso Nóos», los medios de represión de las conductas antisociales han actuado, al fin, frente a lo que constituía un secreto a voces y una evidencia pornográfica de administración de acusaciones, imputaciones, exoneraciones también a cambio de precio o de la obtención de incriminaciones frente a terceros. Presuntamente.

La confirmación de estas conductas, resumidas en una eventual utilización de la última ratio del Estado, el sistema penal, en el centro de un negocio con su corolario de informaciones administradas como negocio subordinado, ha conmocionado a la sociedad, que no sale de su asombro.

Tiempo habrá para que los indicios que han servido de base fáctica a graves resoluciones judiciales –se pueden sostener razonadamente y en paralelo quienes han dado cobertura a los mismos, los han jaleado y potenciado en los medios de comunicación– lleven a esas empresas y profesionales a realizar su examen de conciencia, al precio de sus conciencias frente a una sociedad a la que sirven.

Pero nuestras reflexiones se encaminan en otras direcciones bien distintas: una es la muy conocida doctrina del fruto del árbol envenenado. La otra es aquella máxima democrática de Sir W. Churchill sobre quién llama a nuestra puerta a horas intempestivas. Todos recordarán como no pocas sentencias penales tuvieron que ser revisadas después de la condenada del «caso Estevill», donde la Justicia, abrumada de carga de asuntos, tuvo que revisar esas sentencias que al parecer fueron impulsadas por procesos viciadas. Así todo árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. «No puede el buen árbol dar malos frutos ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así que por su fruto lo conoceréis». (Mateo 7:17-20).

Esta cita evangélica es el fundamento de una consolidada doctrina jurisprudencial sobre los efectos de los hechos ilícitos en el proceso, que arranca en EE UU Con el «caso Silverthorne Lumber Company» se infiltra en todos los sistemas legales basados en el Estado democrático de Derecho, con no pocos matices y adaptaciones. Si dentro del proceso se introduce un elemento corrupto lo que esté genere queda contaminado y se ha de erradicar junto con sus consecuencias. Ya no se trata de que la posición de la Infanta Cristina como imputada en el «caso Nóos», contra el parecer sólidamente sostenido de las instituciones públicas con competencia, fiscal y abogada del Estado, deba ser suprimido con urgencia y remedios procesales a su alcance de que dispone el Tribunal juzgador (otra cosa será la reparación de los arrasadores daños reputacionales ejecutados inmisericordemente por los otros juzgadores sin toga oficial). Es que todo el proceso donde una organización hoy severamente cuestionada en sede judicial ha sido determinante en su actuación, administrando acusaciones y exoneraciones al servicio de sus, presuntamente, espurios fines, en una trabazón donde se antoja indisociable lo legítimo, si es que algo hay cosa bien dudosa a la luz de las pruebas conocidas en este juicio mediático, de lo ilegítimo, que parece lo más abundante, desde los ya lejanos gin-tonic de acusadora e instructor en los inicios de la causa. En otro caso, y sobre la ucronía de que las sospechas delictivas en la extorsión se confirmaran, ¿cuál sería la posición de los juzgadores? No parece tarea sencilla después de una nada despreciable colección de resoluciones confirmatorias de la posición del «sindicato».

Las causas de esta proliferación de acciones penales que tiene al país sumido en un estado de crisis permanente con una criminalización de la vida privada y pública incompatible con el principio de mínima intervención que le es propio a esta jurisdicción, y tiene causas más profundas. Lo de Nóos es la anécdota de la que extraer la categoría de una inusual proliferación de causas penales ajenas al «interés general». Se produce no sólo por motivos corruptos por la extorsión: es un desplazamiento de los procesos civiles bloqueados por una lentitud y unos costos insoportables. Una «famélica legión» de poco más de 5.000 esforzados jueces (la mitad con una carga de trabajo superior al 150% del módulo) ha de hacer frente a una brutal avalancha de más de casi 9.000.000 de asuntos que ingresan anualmente en los órganos judiciales. Y curiosamente, cerca del 70% son causas penales. Las señales de alarma que manda el Gobierno de los jueces clamando por una reforma de la planta judicial son sistemáticamente ignoradas por los sucesivos gobiernos. La Unión Europea, en un reciente trabajo, estima la media europea de jueces por 100.000 habitantes en 21. España ocupa el puesto 22º con 11,2 jueces, por debajo de Portugal (19,2) y de Alemania (24,7). Destaca también que ocupamos el 4º lugar en pendencia, que es el tiempo en que se resuelve un pleito, o el 20º en eficiencia. Para otro capítulo daría la los estandares de valoración de la responsabilidad de los jueces para derivar la responsabilidad de sus resoluciones cuando no se ajustan a derecho, tan distintos de los que ellos utilizan para los justiciables.

A esto se añade un falta absoluta de impulso público de los mecanismos de resolución extrajudicial de conflictos y si llegara el caso, se invoca el sacrosanto principio de contención del déficit público ignorando que el fortalecimiento de ese pilar del Estado (quizás ya roto) es una inversión que nos situaría en los estandares internacionales de seguridad jurídica y competitividad, con una Justicia civil predecible y rápida que generaría una escandalosa reducción de costes indirectos en las transacciones y mejora de inversores foráneos, creadores de empleo y generadores de impuestos capaces de financiar el desbocado déficit público. Una medida elementalmente progresista.

Y por último, la pervivencia de la anomalía de la «acusación popular», que si tuvo razones de ser en 1978, hoy no se justifica y se convierte, como en el caso que nos da título, en refugio no precisamente de las conductas más edificantes de una sociedad madura. Mantenida así entre la vieja desconfianza a la institución del fiscal, que hoy resulta vergonzosa con un cuerpo sólido y robusto de funcionarios rigurosos y muy bien cualificado al servicio de los ciudadanos, y la opinión jurisprudencial de instrumento de participación ciudadana en la Justicia, para cubrir ese déficit democrático evidente, malamente justificado por el escuálido jurado. La acusación popular es un derecho constitucional, sin duda. Pero un derecho sujeto a definición legal para acotar mediante ley a qué clase de delitos se puede aplicar. Los rigurosos técnicos y profesionales del área de Justicia y los dictámenes de organismos diversos propusieron en la reforma penal de 2013 su severo acotamiento, pero nuestro legislador despreció y eliminó de los textos aprobados en 2015 tan prudente propuesta. Y así nos va. Es poco probable que, como ocurre en las democracias de calidad, quien llame a nuestras puertas a horas intempestivas sea el lechero. Será más bien cosa de «susto o trato». La mayoría, saben, se inclina por lo segundo. Felizmente no fue esa la decisión de la Infanta Cristina y sus abogados, ésa es su dignidad, su ejemplaridad y su valentía. Acciones así la hacen merecedora, por méritos propios, recuperar el título de Palma. Al menos. leeremos la sentencia con la mayor atención y respeto.

Jesús Sánchez Lambas. Abogado