Historia

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Crisis de la conciencia europea

Este enorme y singular proyecto político se fraguó durante el siglo XVIII, condujo a la posibilidad de un «Pensamiento europeo en el siglo XVIII», el espléndido libro de Paul Hazard, que éste quiso que fuese traducido por Julián Marías

La Razón
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Por los duros años de los cuarenta pasaba por Madrid, de regreso de los Estados Unidos, el intelectual francés Paul Hazard, autor de un libro excepcional, «La crisis de la conciencia europea». Julián Marías, que admiraba esta luminosa apertura a la inteligencia histórica de ideas de conciencia, se apresuró a conocerlo. Rápidamente se comprendieron intelectualmente. Viajaba Paul Hazard de regreso a su patria, donde murió, como suele ocurrir con las mentes privilegiadas, demasiado pronto. Marías había leído «La crisis de la conciencia europea», libro del que había hablado con profunda admiración en su ensayo «La pérdida de Dios». El encuentro fue providencial, pues Hazard y Marías coincidían en el patriotismo europeo y Hazard, profesor del Colegio de Francia, le confió su segundo libro, conviniendo se tradujese al español si era hecha la versión por Marías, como en efecto así fue. La editorial Revista de Occidente publicó, traducido por Marías, «El pensamiento europeo en el siglo XVIII», imprescindible para comprenderlo en todo su esplendor e importancia. Dos grandes estudios sobre la apasionante historia del pensamiento de los europeos de los siglos XVII y XVIII.

¿En qué consiste la crisis de la conciencia europea? El catedrático José Antonio Maravall en su obra «Antiguos y Modernos» (1986) demuestra que es el desarrollo de la idea del progreso en la conciencia europea. Pero también implica despertar de la conciencia en un doble efecto que no se manifiesta en identidades políticas, sino más bien en la idea del progreso, acentuada con el despertar de la conciencia histórica centrado con fuerza social en el sentimiento de comunidad política. Vicens Vives señala tres problemas europeos a principios del siglo XVII: el relativo al poder político hegemónico en el Báltico, la descomposición territorial de Alemania y, en tercer lugar, la pugna interna de la dinastía Borbón entre España y Francia, el Tratado de Westfalia, discurrió en convocatoria efectiva con una desesperante lentitud. En 1641 se tomó el acuerdo, pero hasta 1643 no se reunieron los plenipotenciarios en las ciudades de Osnabrück y Munster. Todavía pasaron dos años para que diesen comienzo los trabajos; las negociaciones marchaban al ritmo marcado por la guerra. Además, la celebración en dos ciudades complicó más el acuerdo diplomático, firmado el 24 de octubre de 1648. Se consideraba tratado de paz, pero Europa en lugar de una comunidad de naciones, presidida por Papado e Imperio, basó su estructura en una serie de Estados nacionales laicos, relacionados entre sí por vínculos políticos y económicos. Es decir, en lugar de un orden tradicional se tendía a establecer un orden racional para fortalecer los Estados centroeuropeos. En lugar de la guerra de ideas del XVI se pasaba a la guerra territorial del siglo XVIII.

Europa no es sólo cultural y centrada en el pensamiento, sino que tiende a volverse política. Lucien Febvre se pregunta por qué nace en este momento «el sistema del equilibrio europeo por llamar por su verdadero nombre a este intento de organización política de Europa». Se introducía, a través del pensamiento racionalista, en la política internacional la inquietud política que el Renacimiento había puesto en la conciencia individual. Inglaterra había sido un «flash» desde la implantación de la dinastía Tudor (1485) hasta la dinastía Hannover (1725-1760). Una nación que ha pasado de ser un país pequeño, periférico e inseguro, una nación integrada con sus vecinos Escocia, Gran Bretaña (1707), Irlanda, Reino Unido (1801).

Los Tudor cristalizan la integración de la Monarquía y ésta crea la energía dinástica: unidad de los shires, sistema parlamentario, afirmación educativa con la creación de minorías y, por último, concentración integral del poder privado. Ello fue así mediante una afirmación sobre dos poderosas columnas:

1) Inglaterra, patria del romanticismo europeo, pero entendido como solución del conflicto entre razón y entendimiento.

2) Afirmación de la civilización indoeuropea en tres etapas: a) temprana conversión al cristianismo; b) afirmación territorial de los shires contra el feudalismo normando; y c) unión, amor y respeto del «pueblo» hacia la monarquía, fuerte vínculo político y económico a través del gobierno de la nación.

Este enorme y singular proyecto político se fraguó durante el siglo XVIII, condujo a la posibilidad de un «Pensamiento europeo en el siglo XVIII», el espléndido libro de Paul Hazard, que éste quiso que fuese traducido por Julián Marías. Un libro en cuyas primeras líneas de su «Introducción» se dice paladinamente y es absolutamente cierto: «Apenas hay capítulo de esta obra que no suscite problemas de conciencia».