Joaquín Marco

Días históricos

La Razón
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Según parece hay instantes, días o períodos que se nos antoja calificar de históricos, como si el decurso del tiempo se fuera conformando según una determinada inclinación. Hay un instante reciente que algunos hemos retenido en la memoria, cuando el «premier» británico David Cameron y Mariano Rajoy, ya en funciones, aluden en un aparte en Bruselas a la proximidad de sus respectivas citas electorales. Rajoy daba entonces por seguro que el día 26 de junio iban a celebrarse nuevas elecciones, casi a la vez del referéndum sobre el Brexit en Gran Bretaña. Ambos parecían despreocupados. Pero Cameron ha anunciado ya su dimisión en diferido y el Brexit ha provocado una tormenta que va más allá de los confines de la Unión. Por el contrario, Mariano Rajoy ha logrado consolidarse contra pronóstico logrando una victoria no exenta de dificultades. La nueva política, como la definieron, hizo aguas y mostró la debilidad de algún líder que se consideraba carismático. Y una vez más, gracias a una ley electoral harto discutible, la España profunda se alzó con un dominio que la mayoría de politólogos estimaba poco previsible. Los gritos y cánticos de la noche electoral frente a la sede del PP de la madrileña calle Génova mostraron el rostro de un nacionalismo español no muy diferente, a mi entender, del que mostraron antes los británicos al votar la separación de una descafeinada Unión Europea. El papel de España en el marco de la Unión sigue siendo poco relevante, a diferencia del de los países fundadores, de los que Gran Bretaña tampoco formaba parte.

Pero los británicos no sólo han puesto patas arriba a sus socios (Francia desearía un rápido divorcio, en tanto que la Sra. Merkel pretende dar tiempo al despiece del conjunto de medidas comerciales y tratados de todo orden que ha de producirse tras la declaración del vago artículo 50, nunca aplicado hasta la fecha), por lo que Gran Bretaña, en consecuencia, podría quedarse pequeña. La Escocia nacionalista preferiría la separación de Inglaterra antes que abandonar la Unión (Rajoy ha manifestado ya su oposición) y también Irlanda del Norte pretende reavivar el fuego de la unión con la del Sur. Otros países ven con buenos ojos una salida, aunque sin riesgos, del club que acaba de perder a uno de sus fundamentales socios. El ultranacionalismo rebrota en la convulsa Francia o en Italia del Norte, por citar dos países que nos resultan próximos. Habrá que admitir, por otra parte, que la mastodóntica burocracia de Bruselas, que representa ya sólo a 27 estados, no responde a una idea clara de hacia dónde pretende dirigirse aquella Europa que se pensó federal, de naciones y hasta regional. Los británicos consideraron siempre, pese a las rebajas que fueron logrando, que el experimento no sólo les resultaba caro, sino que difuminaba sus peculiaridades. Perduran de algún modo los dramáticos rescoldos de las dos Guerras que asolaron el Continente en el pasado siglo y a las que Gran Bretaña, entonces imperial, acudió para defender principios democráticos que ahora disfrutamos. En la primera, España se mostró neutral, aunque no sin algunas simpatías germanófilas y en la segunda intervino con la División Azul en el frente ruso y la incumplida promesa de Franco de enviar un millón de soldados para defender Berlín. Salvo grupos intelectuales estuvimos siempre más próximos a Alemania que a Gran Bretaña. Hasta mitad del pasado siglo los científicos y humanistas de relieve se servían antes del alemán –la «auténtica» lengua de cultura– que del inglés.

Pero España nunca ha dudado hasta hoy de la oportunidad de ligar sus destinos nacionales a una Unión en la que Alemania deberá jugar a medio plazo un papel aún más determinante. Nuestro nacionalismo se manifiesta con los mismos eslóganes en los encuentros de fútbol de la selección que en la victoria electoral del PP y curiosamente las dos selecciones, la británica y la española, fueron apeadas del campeonato europeo. Pero en tanto se refuerzan las fuerzas conservadores en España, sin llegar a ser mayoritarias, el Brexit ha originado en Gran Bretaña un auténtico desbarajuste. Cameron, que defendía la permanencia, se enfrentó en el seno de su propio partido con el actual alcalde de Londres Boris Johnson, con quien compartió aula en el selecto Eton y en Oxford, partidario –dícese que por razones personales– con la salida de la Unión. El desbarajuste tampoco es menor entre las filas del laborismo. Se acusa a Jeremy Corbyn, ala izquierda del partido, de no haber defendido con el necesario empeño la permanencia y, entre sus diputados, ha sido ya cuestionado en una votación que dejó las cosas claras: 172 en su contra y tan sólo 70 a favor. Por si no fuera poco, no se trazó un plan para la salida de la Unión, porque nadie creyó en ella. El referéndum ha fracturado generacionalmente el país y ha dejado a los jóvenes sin mejores expectativas, al tiempo que se devalúa la libra esterlina y caen las Bolsas. Se especula, incluso, con otro referéndum que podría celebrarse tras haber cuantificado las pérdidas que originó el primero y alcanzar un acuerdo con la Unión. Europa podría ser distinta a medio plazo si sus líderes no consiguen insuflarle esperanza y bienestar. Mientras tanto, en España, tan cerca en tantos sentidos de Hispanoamérica, se intentará borrar o difuminar las líneas rojas de los partidos: habrá gobierno.