Joaquín Marco

Divide y perderás

La Razón
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Sí, catalanes y no catalanes están más que hartos de la cantinela catalana, del victimismo, del boicot económico de parte de los españoles. Están hartos de un «procès» que se prolonga, palabras, palabras, en un tiempo inacabable. El CIS asegura que los no catalanes están en trance de curación. Pero en Cataluña se tiene la sensación de vivir en pleno «realismo mágico». El largo viaje no va a resolverse con unas elecciones peculiares, porque las frustraciones y rencores son profundos y conducen a posiciones irreconciliables. Las del bloque independentista carecen de realismo, aunque sus partidarios convoquen multitudes. Tampoco se construyen acueductos oportunos, porque los puentes fueron ya dinamitados hace mucho tiempo. Jordi Amat, quien más sabe de ello, se remonta en su opúsculo a unas palabras premonitorias de Jordi Pujol y a la conferencia de Miquel Roca del 1 de julio de 1996 («La confabulació dels irresponsables». Anagrama, noviembre de 2017). Cataluña se ha convertido en un queso en porciones al gusto de consumidores poco exigentes. Se habla también con razón de dos mitades casi equivalentes y antagónicas, escaño más o menos. Aquel oasis idílico que se nos había vendido se ha transformado en selva inhabitable. El problema –y en ello disiento con mi admirado y admirable Iñaki Gabilondo – sigue siendo también Madrid o lo que ello representa en el imaginario de una parte de catalanes que así lo entienden. Sin centralismo el oasis sería regado por ríos de leche y miel, Paraíso Terrenal del que los catalanes fueron expulsados en el siglo XVIII. Nadie teme el aislacionismo y cuando, día a día, se van sumando empresas que huyen del peligro de la incertidumbre política, la mitad de la población lo observa con cierto desdén. Solos estaremos mejor, reflexionan. O no reflexionan, arrastrados por la emoción, el escaso racionalismo o un mediocre conocimiento del mundo económico. Buena parte de Cataluña, por otro lado, sigue manteniendo raíces ruralistas y observa con temor la capitalidad barcelonesa. Porque Cataluña no es sólo Barcelona y su conurbación y quienes diseñaron el ejercicio electoral de España –y los diversos gobiernos catalanes se han acogido a su protección– se cuidaron mucho de que el lema «un hombre, un voto» no permitiera a los barceloneses, ciudadanos mestizos, un papel decisorio. El problema se produce también en las urbes españolas –y en Madrid principalmente–, aunque sin dramatizar una cuestión tan visceral como el independentismo.

Cataluña jugó la carta de la independencia en la II República y ya anduvo en el ajo Esquerra Republicana, partido que, fundado en 1931, algunos medios entienden que podría resultar la primera fuerza en las próximas elecciones aunque no lograra formar gobierno. Siempre estuvo, pese a su denominación, alejado del radicalismo. A él pertenecía Josep Tarradellas, quien no tuvo empacho en cortejar a Suárez y hasta al Rey cuando le convino, alejado de cualquier izquierda revolucionaria. Formó parte del tripartito presidido por José Montilla, pero el nuevo siglo parece haberle radicalizado. También los extremismos asoman sus orejitas, más pronunciadas a derecha que a izquierda. Ya nadie habla de revolución, término anquilosado, porque la sociedad en la que vive el Primer Mundo (hay por lo menos tres o cuatro) se autocalifica del bienestar, ignorando cualquier malvivir, en España, una cuarta parte de la población. Pero nos hallamos ante una regresión infantil hacia anteriores siglos. Frente a la arrogancia de quienes pretenden separarse se alza la muralla de otro nacionalismo, no menos peligroso, que condujo a una guerra fratricida. La amenaza de Europa transformada en miniestados no es una entelequia, aunque tampoco la solución frente a EE.UU., que ha redescubierto el aislacionismo de antaño y el ultraconservadurismo, en tanto que China se ofrece, con una política derivada del férreo partido que derrotó a los japoneses, como símbolo del nuevo capitalismo aliado a la disciplina del pensamiento único.

Durante los últimos siglos Cataluña, en el seno de España, se observaba como motor, potencia industrial y económica. Su burguesía se adaptó a cualquier medio. Fue proteccionista en el siglo XIX, carlista o liberal cuando convino, franquista y fuerza de choque constitucionalista. Pero tal vez no ha logrado adaptarse al nuevo milenio. Arrastrada por su soberbia, que eficazmente lideró Jordi Pujol, no percibió que su poder económico no podía defender el proteccionismo originario. Resulta revelador que una de las instituciones que, con razón, abandonó su sede en Cataluña fuera «la Caixa», porque representa intereses internacionales muy alejados ya de cualquier sentimentalismo y precisaba resguardarse del peligro de perder el paraguas de la UE. Su estrella mironiana campea en Barcelona y en Cataluña. Nada, en apariencia, ha cambiado, como tampoco en las tres mil empresas que han abandonado sus sedes catalanas. El ilusionante independentismo está dispuesto a imponer cualquier sacrificio a una parte de la población ilusionada por las manifestaciones y el ondear de las esteladas. No importa que no se gobierne o que el 155 vaya laminando los derechos de una autonomía que costó mucho conseguir. La mitad de los catalanes no temen que sus hijos y nietos vivan en una nueva Albania, porque los valores que se defienden son espirituales. Por ello las próximas elecciones, cuyos resultados dependerán no poco de las campañas de los partidos y del valor simbólico de unos pocos políticos que defienden la independencia desde la cárcel y otros desde su vocacional exilio (el retorno les convertiría en mártires equiparables) no van a solucionar la escisión, el deterioro económico y social, los odios fomentados sin escrúpulos. La realidad no es un mero relato ni un espejismo.