Luis Alejandre

El complejo renacer de un museo

La Razón
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Creo que treinta años dan suficiente perspectiva para tratar sobre un tema delicado como fue el traslado al Alcázar de Toledo del Museo del Ejército ubicado en Madrid. Y suficientes para valorar a unas personas que hoy pueden enorgullecerse del resultado de aquellos esfuerzos, entre los que incluyo a los que defendieron lealmente la permanencia del Museo en la capital de España.

Como se sabe el Alcázar había albergado la Academia General Militar y posteriormente a la Academia de Infantería a finales del siglo XIX y comienzos de XX. Durante la Guerra Civil vivió uno de los hechos más heroicos de nuestra Historia, al que respondieron militares, guardias civiles y familias –520 mujeres y 50 niños– a las que no les faltó un milímetro de valor. Pero, para algunos españoles, más obsesionados por borrar hechos del bando contrario que en poner en valor hechos heroicos –que los hubo– del bando propio, se empeñaron en lo que Luis Moreno Nieto llamó «El otro asedio del Alcázar», es decir, intentar borrar todas las trazas del heroísmo que albergaba.

La historia viene de lejos. Ya Franco en febrero de 1965 ordenó su traslado a orillas del Tajo, que no se materializó. El tema se reactivó en los ochenta a raíz de la pretensión de la Junta de Comunidades de Castilla la Mancha por conseguir el palacio de Alfonso X y de Carlos V.

La excusa oficial era el traslado y ubicación de la biblioteca del cardenal Borbón Lorenzana, un bien de Patrimonio del Estado que mermaba espacios al Museo de Santa Cruz. Su gestión había sido cedida a la Junta. El lugar elegido inicialmente era el abandonado Colegio de las Ursulinas, un magnífico edificio situado en un balcón de terreno que domina el Tajo. El Ministerio de Cultura había concedido 125 millones de pesetas para su reubicación.

Obsesionado con el Alcázar, José Bono, presidente de la Junta, conseguía convencer al ministro de Defensa, Narcís Serra, con quien firmó un convenio en septiembre de 1986 por el que la valiosa Biblioteca se trasladaba al Alcázar. El disgusto, en aquel momento, lo tuvo que digerir el Jefe de Estado Mayor, un hombre honesto como pocos, el general José María Sáez de Tejada. Tuvo problemas con sus generales, uno de los cuales, Rodríguez Ventosa, capitán general de Cataluña, pidió el pase a la reserva. (Noviembre 1986). No cesaría Bono en su empeño a partir de entonces: en septiembre de 1991 firmaría otro convenio con el ministro de Cultura, Jorge Semprún, referido a la financiación del traslado.

A partir de este momento comenzó un movimiento contrario a la cesión, tanto en el Ejército como singularmente en Toledo. No puedo obviar el nombre de quienes desde Toledo lucharon por conseguir lo que ahora es una realidad: los coroneles Miranda Calvo –a punto de cumplir cien años–, Rafael Girona y Juan Mayorga conocen bien todos los esfuerzos realizados. Pero, en mi opinión, quienes formaron un frente eficaz, fueron el entonces alcalde de la ciudad, Agustín Conde, y los responsables de la Real Fundación de Toledo, Gregorio Marañón y Alberto de Elzaburu. Canalizó todos estos esfuerzos Miguel Ángel Cortés, secretario de Estado de Cultura, hombre próximo a Aznar, quien en julio de 1996 firmaba la orden del definitivo traslado del Museo, teniendo en cuenta otros parámetros como los de la necesaria ampliación del Museo del Prado.

Para unos, la decisión alejaba el museo militar de la capital; para otros, Toledo no dejaba de ser la capital imperial. Para todos, el Alcázar seguía ligado al Ejército. Un buen ministro de Defensa, Eduardo Serra, supo materializar proyectos, ilusionar, concienciar, escuchar a los contrarios al traslado, conseguir una solución a lo pactado sobre la Biblioteca Borbón Lorenzana, reubicándola en la segunda planta del edificio y en parte de sus bellos torreones. La cesión de estos volúmenes obligó a crear nuevos espacios, lo que llevó a descubrir vestigios de las diferentes obras previas a la fábrica del Alcázar. Ello entrañó por una parte demoras, pero, por otra, enriquecer lo expuesto, integrando la valiosa historia del singular edificio.

No sería justo que terminase este recuerdo sin citar a los técnicos que materializaron lo que hoy es uno de los museos más visitados de España: Francisco Álvarez Carvalla, coronel ingeniero de Armamento y Construcción, levantó con medios limitados la destruida fábrica del Alcázar, tal como la vemos ahora. El arquitecto José María Pérez, Peridis, tuvo la profesionalidad y la paciencia necesarias para adaptar y readaptar el proyecto de la Biblioteca. A él le debemos, además, el haber impulsado las escuelas taller en nuestros acuartelamientos. Por último, los arquitectos Fernández Longoria y Dionisio Hernández Gil realizaron la magnífica obra que hoy alberga uno de los mejores museos militares de Europa.

Aquel joven alcalde de entonces es hoy secretario de Estado de Defensa. Imagino que sonríe prudentemente cuando alguno de los actuales responsables del Museo le expone «su difícil renacer».