Huelga de estibadores

El extractivo gremio de los estibadores

La Razón
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A todos nos encantaría disfrutar de un monopolio: si somos los únicos electricistas, los únicos fontaneros, los únicos abogados, los únicos economistas, los únicos médicos, los únicos transportistas, los únicos comerciantes, los únicos agricultores, los únicos pescadores o los únicos obreros de una sociedad, podremos exigirle al resto de las personas un precio altísimo por nuestros servicios. Aunque yo esté dispuesto a prestar mis servicios a cambio de un precio más bajo, tenderé a exigir la suma más alta que crea que mis clientes están dispuestos a abonar (dado que éstos carecerán de cualquier otra opción que no sea pasar a través de mí).

En un mercado libre, estas situaciones de monopolio no tienden a darse porque o bien existen múltiples oferentes para cada bien y servicio o bien, si no existen, tienden a aparecer cuando empresarios o trabajadores observan que dentro de un sector se están cosechando unas muy altas ganancias. En los mercados regulados y encorsetados, en cambio, estas situaciones, tan nocivas para cualquier sociedad, sí tienden a generarse: si una ley bloquea la competencia e impone que sólo unos pocos puedan prestar monopolísticamente un determinado servicio, entonces esos pocos podrán exprimir a sus clientes sin que jamás aparezcan oferentes alternativos que contribuyan a moderar las escaladas de precios.

En el sector de los estibadores sucede exactamente eso: la legislación actual obliga a que las empresas estibadoras sólo puedan contratar a aquellos trabajadores ofrecidos por la Sagep (Sociedad Anónima de Gestión de Estibadores Portuarios, una especie de empresa de trabajo temporal de estibadores). La Sagep está formalmente en manos de las propias compañías estibadoras (pues la propia ley las obliga a participar en su capital), pero en la práctica está controlada por los sindicatos: si la Sagep se plantea contratar a nuevos estibadores (para posteriormente ofrecérselos a las empresas estibadoras), inmediatamente los sindicatos del ramo amenazan con huelgas y sabotajes varios que paralizan cualquier intento de recurrir a otros posibles trabajadores que demanden un menor sueldo o que estén dispuestos a trabajar un mayor número de horas anuales. Recordemos que el salario medio de un estibador se ubica cerca de los 70.000 euros anuales (frente a una media de 25.000 euros para el conjunto de la economía española) y su número medio de horas trabajadas, en 1.300 al año (frente a las más de 1.650 horas de media en el resto de las profesiones).

La reforma aprobada este pasado viernes por el Gobierno –a instancias de una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de hace más de dos años– pretende poner fin a esta situación enormemente disfuncional. Cualquier trabajador con el grado de formación necesario podrá ser contratado por las empresas estibadoras sin pasar por los sindicalizados procesos de la Sagep, de manera que su monopolio, y su capacidad para extraer rentas al resto de la sociedad en forma de sobrecostes de estiba, desaparecerá.

Así, la liberalización de la estiba conllevará efectos muy beneficiosos para la economía española: actualmente, el 90% nuestras exportaciones se efectúa a través de nuestros puertos, y éstos están organizados de un modo completamente anticompetitivo. El coste de la manipulación de mercancías en el puerto (de la carga y descarga por parte de los estibadores) equivale al 55% del total, mientras que en economías de nuestro entorno es bastante inferior: en Alemania u Holanda ronda el 40% y en Reino Unido el 25%. Si queremos avanzar hacia un nuevo modelo portuario mucho más eficiente que potencie la apertura hacia el exterior de la anquilosada estructura productiva española necesitamos liberalizar la estiba. Los grupos privilegiados por la anterior normativa gremialista desde luego se opondrán a derogarla. Lo que resulta incomprensible es que el PSOE pretenda bloquear la reforma en el Congreso buscando un irresponsable rédito clientelar.

Sánchez mira hacia Podemos

Esta semana, el ex secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, presentó las líneas maestras del programa económico con el que pretende reconquistar el liderazgo del socialismo español. Entre sus propuestas se hallan ideas tan disparatadas que ni siquiera Podemos se atreve a exponer en su programa actual: entre ellas, una renta básica universal o la rebaja de la jornada laboral a 30 horas semanales. Evidentemente, no nos hallamos ante un plan económico pensado para mejorar el bienestar de los españoles, sino para maximizar las opciones de poder de Sánchez: dado que los votos del sector moderado del PSOE probablemente vayan a parar a algún candidato oficialista como Susana Díaz, la única forma de diferenciarse y de acaparar el apoyo del militante descontento es rebasar a Podemos por la izquierda. Una táctica que si algo deja entrever es que el otrora secretario general carece de principios y de ideales: su única obsesión es alcanzar la presidencia del Gobierno sea como sea y caiga quien caiga. Desalentador.

El déficit se moderará en 2018

Según BBVA Research, el déficit público de la economía española continuará reduciéndose durante los próximos años merced a la inercia de crecimiento. En particular, el servicio de estudios del BBVA estima que a finales de 2018 los ingresos públicos sobre el PIB habrán crecido en ocho décimas y que el gasto público disminuirá en 1,3 puntos (dentro de esta caída del peso del gasto público sobre el PIB sobresale la reducción de seis décimas del gasto en desempleo y de tres décimas del gasto en pensiones). En total y, según esta previsión, el déficit público se contraerá en 2,1 puntos, dejándolo por primera vez desde 2007 por debajo del 3% del PIB, esto es, por debajo del límite máximo impuesto por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. De ser así, estaríamos cerca de corregir (provisionalmente) uno de los mayores desequilibrios heredados de la época de la burbuja: la sobredimensión estructural de los gastos públicos sobre los ingresos. Por desgracia, este resultado no se habrá logrado con recortes efectivos del nivel de gasto, sino con meras congelaciones que permiten su reducción en relación al PIB gracias a la expansión de este último. Una oportunidad perdida.

Adiós a Arrow

Kenneth Arrow, el economista más joven en ser galardonado con el Premio Nobel, murió hace unos días a la edad de 95 años. Sus aportaciones a casi todos los campos de la ciencia económica (teoría de la elección pública, equilibrio general, salud, finanzas, innovación, bienes públicos, etc.) son verdaderamente abrumadoras aun cuando uno no las suscriba en su integridad. Pero acaso la contribución más relevante es aquella a la que dedicó su tesis doctoral: lo que desde entonces se ha conocido como el Teorema de la Imposibilidad de Arrow. En esencia, lo que el Nobel estadounidense consiguió demostrar es que no existe ninguna regla electoral de agregación colectiva de preferencias individuales que satisfaga las mínimas condiciones de racionalidad que le exigiríamos a cualquier persona. Por consiguiente, no existe ninguna forma no arbitraria de agregar esas preferencias individuales y, en consecuencia, las decisiones que se tomen en nombre de cualquier colectivo de individuos serán siempre arbitrarias. O dicho de otro modo: la voluntad colectiva no existe; sólo hay distintos conjuntos arbitrariamente agregables de voluntades individuales.