Historia

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El honor del guerrero

La Razón
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Con este título escribió en 1998 una magnífica reflexión sobre el drama de una Yugoslavia que se destrozaba, el periodista, escritor e historiador canadiense Michael Ignatieff (1947). El autor es muy conocido en España y concretamente en Barcelona, donde tengo constancia de su participación en múltiples seminarios. El libro (1) lo tenía guardado en un altillo, espacio previo al olvido, dado que parecía que la última Guerra de los Balcanes había estallado hace un siglo. No es así.

Al abrirlo, he encontrado una reserva de hotel en Mostar y unos billetes del «Central Banka Bosne I Herzegovine». En el texto, un montón de subrayados. Escribía Ignatieff en marzo de 1993 que «en Vukonar –a unos treinta y cinco kilómetros de donde me encuentro– el porcentaje de matrimonios mixtos alcanzaba el 30%; casi una cuarta parte de la población se declaraba de nacionalidad yugoslava, es decir ni croata ni serbia ni musulmana» (pag. 39). «Hoy se matan entre ellos». Y se pregunta: ¿cómo llegan a detestarse y demonizarse los que una vez se llamaron amigos?; ¿cómo se siembra, un grano tras otro, la semilla de la paranoia mutua en el terreno de una vida común? (pag. 40). Sentencia: «en tres años han retrocedido los cuatrocientos que separan el final del feudalismo de la aparición de estados-nación europeos».

Nótese el orden causal que vive Yugoslavia: «la desintegración del Estado es lo primero; la paranoia nacionalista viene después». «El nacionalismo de la gente común es una consecuencia secundaria de la desintegración política, una respuesta a la destrucción del orden». «Primero cae el Estado que está por encima de las partes; luego aparece el miedo hobbesiano; en un segundo momento tras la paranoia nacionalista, la guerra civil». «El nacionalismo crea comunidades del miedo, grupos convencidos de que solo están seguros si se mantienen juntos. Si se les pregunta ¿quién os protege ahora?, sólo saben responder: “los míos”».

Freud nos diría (2): «El nacionalista –esclavo del narcisismo y la intolerancia– toma los hechos neutrales de un pueblo –lengua, territorio, cultura, tradición e historia– y los convierte en una narración con el propósito de crear una conciencia dentro del grupo que le conduzca a imaginar una identidad nacional con pretensiones de autodeterminación». El error nacionalista, volviendo a Ignatieff, «no está en el deseo de mandar en su casa, sino en creer que allí solo merece vivir su propia gente». (pag. 59).

Dos años después (1995) ocurrirá la tragedia de Srebrenica, que le hiere en lo más profundo de su conciencia. Fallan las Naciones Unidas, falla un Batallón de Holanda responsable de una zona de seguridad, mienten los asesinos y finalmente pagan con sus vidas 8.000 bosnio musulmanes. Con extremada crudeza relata aquellos trágicos momentos, crítico con la perdida de la ética del guerrero, algo que las guerras modernas sistemáticamente han prostituido. «El honor del guerrero fue tanto un código de pertenencia como una ética de la responsabilidad».

Me quedo con esta «ética de la responsabilidad» que me lleva a la Barcelona de este último mes, a la actuación de las «masas de acoso», a las movilizaciones populares en sentidos contrapuestos. Me lleva a la defección por parte de los Mossos respecto a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Defección como «acción de separarse con deslealtad uno o más individuos de la causa o partido al que pertenecen» que el general Almirante (1823-1894), un clásico del pensamiento militar español, define como «conjura, sublevación, sedición, dirigida a vender la causa por la que se combate». Según él, «envuelve siempre la palabra traición, considerando que era frecuente cuando los ejércitos se componían en gran parte de tropas mercenarias extranjeras y no era raro tampoco en las guerras civiles».

Los Mossos no son tropas mercenarias, ni extranjeras. Cobran del mismo Ministerio del Interior con un discutido sobresueldo respecto a Policías del Estado; han jurado una misma Constitución y deben lealtad a un común Poder Judicial.

Seguramente sus mandos se arroparán en el tantas veces discutido y superado concepto de obediencia debida: «Me ordenaron no intervenir».

No sé si los Mossos , cuerpo creado bien que les duela por Felipe V, tiene un código de conducta ético. Quiero pensar que sí.

Acudo como reflexión final a un claro artículo de nuestras Reales Ordenanzas: «Cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente sean contrarios a las leyes y usos o constituyan delito, en particular contra la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas; en todo caso asumirá la grave responsabilidad de su acción u omisión».

Entiendo que también ningún «mosso» estaba obligado a obedecer «actos contrarios a las leyes –en particular contra nuestra Constitución– a cambio de graves responsabilidades.

Añado a ello un principio universal: el deber de socorrer. El no atender a las llamadas de apoyo, algunas angustiosas porque podrían haber ocasionado víctimas mortales, afecta claramente a su honor.

Ya lo anticipó Ignatieff: perdido el honor, la selva. Como en Yugoeslavia.

(1) Taurus. 1999.

(2) Freud. «El malestar en la Cultura»