Historia

Joaquín Marco

El largo viaje

La Razón
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Con apagado eco se está recordando el Octubre revolucionario ruso, el dominio de unos soviets que habrían de conducir al proletariado hasta la Arcadia felizmente comunista. Sin lugar a dudas ésta fue la revolución más estruendosa y renovadora del siglo XX, aunque naciera, como casi todo, hermanada con la anarquía surgida del Romanticismo. Las escasas banderas rojas que ondean entre octubre y noviembre lo hacen en silencio, teñidas de un espíritu nacionalista. En cuanto a la lucha de clases que profetizara Marx y que debía extenderse a toda la Tierra ha sido fagocitada por la tecnología y las sucesivas crisis, aunque la injusticia social siga abanderando el mundo. En las batallas de nuestro tiempo nunca se aplasta al enemigo y los conflictos permanecen abiertos, pese a que su gravedad no sea la misma en un país occidental y desarrollado que en Latinoamérica o en el desgarrado continente africano. Otra batalla de nuestro tiempo la viene librando el feminismo, un movimiento de vocación universal porque los conflictos que plantea no tienen fronteras geográficas. Las mujeres tomaron conciencia no solo de su capacidad para defenderse de una sociedad patriarcal, concebida por y para complacer los intereses del hombre, sino que han comprendido que parte de su reivindicación pasa por denunciar la explotación a la que se vieron sometidas. A veces una explotación sutil, tenue como un velo de seda, pero firme, implacable, como una roca. Cabe preguntarse por la lentitud con que se logran sus conquistas. Posiblemente lograrían avanzar con mayor rapidez si los hombres tomáramos conciencia de que el feminismo no es cosa de mujeres sino que sus reivindicaciones nos conciernen a todos. Los abusos sexuales denunciados ahora por algunas actrices de Hollywood contra un conocido productor constituyen la punta de lanza de una práctica masiva y milenaria. Veremos cómo crece y solo eso debería hacernos reflexionar. Más de uno estará sintiéndose incómodo.

El machismo, como la violencia de género, son los espacios más visibles de un antiguo fenómeno: viene de muy lejos, de muy atrás. Solo que hace unas décadas no lo veíamos con la suficiente claridad, aunque la mala conciencia pesara lo suyo. Nuestras madres permanecían ajenas a cualquier reivindicación feminista aunque nuestras esposas trataran ya de reivindicarse profesionalmente. Simone de Beauvoir exponía con lucidez, y no sin escándalo, el problema cuando escribía que «el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos». Ella habló de la «guerra de los sexos» como de una realidad hiriente porque materializa una idea: la diferencia transformada en violencia, en una cruda lucha por el poder. No es así. Las mujeres luchan a su modo y en general sin violencia alguna. En cuanto a sus éxitos son indiscutibles: nada que ver la sociedad actual con la de cuarenta años atrás, cargada con una misoginia feroz e insoportable. Sin embargo, el fin de su lucha queda todavía y sorprendentemente lejos. Muy lejos si eres mujer, pobre, negra y vives en una sociedad islámica. Eso supone acumular la desgracia suficiente como para que tu vida carezca de valor, que sea menos que nada. Por ello, la formación de batallones kurdos de mujeres que luchan, junto a sus compañeros, en la guerra contra el Estado Islámico, en territorio sirio resulta admirable. ¿De dónde sacan tanta fuerza? En todo caso, el coste de ser mujer no debería ser tan alto ni debería estar tan coartado por el espíritu depredador de los hombres. Ahora las mujeres están saliendo del armario para denunciar un secreto a voces: los abusos sexuales a cambio de favores profesionales. Los hombres no podemos permanecer indiferentes y ajenos a un hecho que nos concierne como especie. Debemos ajustar nuestras expectativas en relación a la mujer con sus propias exigencias y deseos. Nadie debería imponer su deseo a nadie.

Y el feminismo de acuerdo con su propio proceso histórico, está pasando de la teoría a la práctica. De las reivindicaciones abstractas a la denuncia de hechos concretos, reales, que han intimidado su derecho a la libertad sexual. Está siendo un largo viaje, tal vez el más largo del que se tiene noticia. Su meta no puede consistir en la igualdad de teóricos derechos, impresos en un papel, en una ley, por importante que esta sea, sino en su reconocimiento, en el respeto que merecen las reivindicaciones femeninas en el día a día. Las mujeres ocupan en el ámbito laboral espacios que eran inimaginables hace treinta años. Pero sus salarios, ocupando los mismos cargos, en España representan un 15% menos que los percibidos por los hombres, y esa brecha salarial se ve superada en Alemania o en Gran Bretaña. Las mujeres lograron acceder a las fuerzas armadas, ser cirujanas y arquitectas, conducir un camión y ganar una medalla olímpica. Habrá que admitir, sin embargo, que no solo se requiere constancia sino también apoyos en este gran esfuerzo social de las mujeres por conciliar horarios, por compatibilizar la maternidad con sus propias ambiciones profesionales, por defender los derechos de su cuerpo. España ha dado un salto enorme en este sentido y las mujeres han logrado recorrer en pocos años un camino, el de la igualdad civil, que parecía imposible. Pero quedan cosas pendientes y los abusos sexuales, el hecho de aprovecharse de una posición privilegiada –sea en lo físico, en lo económico o en lo espiritual– para lograr lo que en condiciones de igualdad no se obtendría, no son más que rescoldos de una antigua e injusta división del género humano por la cual una parte se convenció a sí misma de no tener deber alguno hacia la otra. Cuando son dos mitades de una misma humanidad.