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El muro imposible

La Razón
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Desde los primeros días de su candidatura a la presidencia de Estados Unidos, el ahora presidente Donald Trump anunció la construcción de lo que él llamó un «muro» a lo largo de la frontera entre su país y México. Aun sin saber la clase de construcción que se pretende, no es difícil adivinar que nunca se terminará. No porque el gobierno estadounidense no tenga la voluntad y tal vez la necesidad de hacerlo sino por otras razones. La primera es que el volumen del intercambio comercial entre Estados Unidos y México es uno de los mayores del mundo y el trasiego de mercancías más el tráfico terrestre de personas es el más importante de todos.

Las cifras del Banco Mundial sobre el intercambio comercial entre ambos países muestran exportaciones mexicanas por valor de 309.213 millones de dólares; mientras que las de Estados Unidos a México son de 187.301 millones. Este desequilibrio se compensa con un gran superávit de Estados Unidos en la balanza de capitales. Como las tres economías del norte están sumamente relacionadas ya no se puede hablar sólo de productos nacionales. Las exportaciones de México al mundo representan un valor agregado de EE UU de 40 centavos por dólar y 25 de Canadá; cuando México exporta también vende productos canadienses y norteamericanos.

Esta situación tan especial se va a convertir en el principal factor de oposición a la construcción del muro en tanto represente dificultades para el libre tránsito de mercancías, personas y capitales. Por más medidas que tomen los constructores del muro para obstaculizar a los factores mencionados, es una realidad que no podrán evitar y las demandas judiciales, principalmente de industrias estadounidenses por daños y perjuicios en contra de sus propias autoridades, alcanzarán cifras exorbitantes.

El segundo escenario será el del derecho internacional. Ya ambos países tienen experiencia en asuntos similares. Así ocurrió con el manejo de las aguas del Río Grande o Bravo, específicamente, en la situación que derivó en la «Doctrina Harmon» creada por Estados Unidos y luego caída en desuso por acontecimientos que demostraron su invalidez completa. En 1895, México se quejó de que la desviación aguas arriba del río Bravo para favorecer la irrigación de tierras estadounidenses causaba serios perjuicios a los agricultores mexicanos aguas abajo. El Procurador General norteamericano, Jordan Harmon, alegó que lo que México pretendía era establecer una servidumbre que convertiría al país aguas abajo en dominante y que eso impediría el desarrollo de los estadounidenses. La doctrina Harmon rezaba así: «Las normas, principios y precedentes del Derecho Internacional no imponen ninguna obligación o responsabilidad a Estados Unidos y el reconocimiento de la pretensión mexicana sería enteramente incompatible con la soberanía de Estados Unidos sobre su dominio nacional». Tratadistas han afirmado que la doctrina Harmon es el máximo exponente de la vieja teoría de la soberanía absoluta del Estado.

Años más tarde, Estados Unidos debió desdecirse de esta doctrina debido a otro conflicto en el cual los papeles se habían invertido. Esta vez el problema fue con Canadá por la utilización de las aguas del río Columbia. Estados Unidos había construido varias obras hidroeléctricas aguas abajo y estaban siendo utilizadas muy por debajo de su capacidad productiva por las fluctuaciones constantes del caudal. La solución del problema era la construcción, en territorio canadiense, de presas para regular el flujo del río. Hasta entonces, Estados Unidos no había reconocido la obligación de pagar a Canadá compensaciones por el aprovechamiento de esas aguas. Así, Canadá planteó, apoyándose en la doctrina Harmon, la posibilidad de desviar las aguas del Columbia al río Fraser, también en territorio canadiense, incrementando la producción energética propia y dañando seriamente la producción estadounidense. Así las cosas, Estados Unidos aceptó suscribir un convenio donde pagaba a Canadá una compensación por los beneficios logrados aguas abajo gracias a las obras construidas en territorio canadiense. El Secretario de Estado norteamericano, el brillante diplomático y jurista Dean Acheson, afirmó entonces que «la doctrina Harmon es una tesis jurídica que ya no puede sustentarse seriamente en esta época».

El mismo Tribunal Internacional de La Haya, en la sentencia del caso «Estrecho de Corfú» (1949), ha sido claro: todo Estado «tiene la obligación de no permitir, a sabiendas, que se utilice su territorio para la realización de actos contrarios a los derechos de otros Estados».

El prestigio de Estados Unidos como campeón de los derechos humanos ha quedado maltrecho después de la crisis humanitaria de los niños migrantes viajando solos hacia aquel país. Tanto la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como Human Rights Watch hirieron su buena fama con sendos informes relacionados con la violación de los derechos humanos en distintas partes del proceso. Con la construcción del muro y el nuevo trato que se pretende dar a los migrantes, su crédito internacional podría caer dramáticamente.