José Jiménez Lozano

Españolitos que pregunten

La Razón
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Es más que probable que lo que se espera la transformación en folklore de estos asuntos de la Navidad o de los Reyes, y que su simple enunciación o la referencia a ellos ya no sean significativas para las nuevas generaciones, y ya hace años que unos amigos y yo mismo oímos el enorme trabajo de interpretación de un profesor que trataba de explicar a sus alumnos, en un museo, un cuadro de la «Huida de la Sagrada familia a Egipto», –pero también el del nacimiento de Venus– porque para el profesor mismo parecían constituir algo muy enigmático y extraño. Las irresponsables simplificaciones de los últimos años se han llevado por delante también cosas como la memoria de Salamina o hacia dónde pueden caer el río Ebro o la Sierra de Gredos. Porque se ha decidido que estas cosas no se necesitan para nada, y que ciertamente se puede disertar, y se diserta, sobre el imperialismo o sobre la cultura sumeria, las enfermedades cerebrales o la estética minimalista sin saber todo eso, o nada absolutamente. Todo saber está ya manifiesto en Internet, y se puede juzgar sobre cualquier realidad en función de arbitrarios valores centrales como abierto-cerrado, antiguo-moderno, y categorías provenientes del mundo de la política que, aun siendo tan convencional, movedizo y provisional por naturaleza, adquieren la centralidad de las categorías de espacio y tiempo en el conocimiento y verificación de la verdad y la realidad.

No sé si nuestra cultura ha tenido alguna vez niveles tan por debajo del nivel del mar como ahora, pero una cosa así tendría una relativa importancia, si no se dieran, en este aspecto, auténticos pleamares, autosatisfacciones y autoestimas, e incluso altanerías, que ya hacían reír a Bertrand Russell hace más de cincuenta años, y todavía se exhiben. Y en una cafetería he visto, no hace tanto tiempo con qué olímpico desdén se contestó a quien que había preguntado por lo que significaba un cartel, colgado en la puerta, en el que se leía «Open». La contestación fue como dada a un pobre igorrote, indigno de estar en sociedad con tales ignorancias, y especialmente porque está muy mal visto preguntar.

Ya no venía siendo fácil preguntar a cualquier desconocido la hora en la calle o en el café, porque, peor que en el chiste judío, en el que un rabino se negaba a contestar a esa pregunta porque eso significaba pegar la hebra y podía terminar por el hecho de que el preguntón quisiera casarse con una hija suya y el rabino no quería un yerno que no pudiera comprarse un reloj, ahora sería como no tener teléfono móvil. Esto es, un signo de pobreza asistencial urgente no llevar reloj consigo, o sería una inconveniencia similar a la que también parece que cometemos cuando damos los buenos días o las buenas tardes a desconocidos, por la sencilla razón de que pensamos que al fin y al cabo nos estamos encontrando, no con marcianos sino con hombres o mujeres que merecen una muestra de respeto.

Por las caras que de ordinario ponen, sin embargo, aquéllos a quienes saludamos, comprendemos que, al hacer esto, hemos sobrepasado todos los límites de lo tolerable, como preguntar en una librería de siete pisos por el Kempis, aunque es un libro que tuvo centenares de ediciones. Y claro está que es mucho más difícil pedir al vecino del piso, al que sólo conocemos de cruzarnos en la escalera, que nos preste algo –una minucia que necesitamos– porque se supone que todo el mundo es autosuficiente, y nuestro vecino no comprendería jamás que, no siéndolo, viviéramos junto a él. De manera que como nos falle este asunto de la sociedad del bienestar, y necesitemos pedir o preguntar algo a alguien, me parece que es inútil que haya otras diez leyes de educación y toda clase de medios técnicos, porque los que se precisan son españolitos que necesiten algo o preguntar para saber, y se las pregunten a quienes las sepan y a los libros.