Política

Ética y política

Están demasiado enraizadas en nuestras vidas prácticas completamente contrarias: pagar en negro; convertir en habituales ciertas corruptelas en las empresas –que si se producen en la privada decimos «allá ellos» y si es en la pública nos produce daño y desazón–; desviar fondos a paraísos fiscales o simplemente escatimar horas de trabajo o abusar de bajas laborales

La Razón
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En un conocido programa matinal de Radio Nacional de España un calificado representante de Ciudadanos respondía a una pregunta referida al juicio que se sigue contra dirigentes de Bankia. Tras conocer las declaraciones del jefe de Inspección del Banco de España sobre sus avisos contrarios a la salida a bolsa de la entidad y su valoración negativa –«esto puede costarle 15.000 millones al contribuyente»– se le preguntaba si la decisión tomada de seguir adelante, constituía algún tipo de corrupción. Contestó que su formación distinguía el «meter la pata» del «meter la mano en la caja».

Bien sé que no es fácil trazar la frontera entre ambas meteduras, pero me quedan dudas especialmente si una de ellas no sólo asciende a 15.000 millones, sino a 24.000 que no se quemaron en piras de billetes de 500 euros y que beneficiaron a la «caja» de otros. A la vez hay personas imputadas por desviar unos pocos miles y no a su bolsillo sino a su formación, en medio del vacío legal en que se mueven por falta de una clara y transparente norma sobre financiación, los partidos políticos. Conste que tampoco las justifico. Pero hay distancias.

También pienso que por muchas leyes que se promulguen, será muy difícil definir esta frontera si no conseguimos inocular en nuestra clase política, es decir a nuestra sociedad, altas dosis de ética. Y no me refiero sólo a los programas escolares, a los cursos de formación o a los «masters». Me refiero a saber transmitir valores éticos a las nuevas generaciones desde su primera infancia. Valores que deben llegar por contagio, por ejemplo, por sintonía, en la familia. La escuela debe continuarlos y complementarlos; los medios de comunicación alimentarlos; la propia sociedad valorarlos y destacarlos. Están demasiado enraizadas en nuestras vidas, prácticas completamente contrarias: pagar en negro; convertir en habituales ciertas corruptelas en las empresas, que si se producen en la privada decimos «allá ellos» y si es en la pública nos produce daño y desazón; desviar fondos a paraísos fiscales o simplemente escatimar horas de trabajo o abusar de bajas laborales. Cuando nuestros «dioses» futboleros discuten sistemáticamente las decisiones arbitrales sabiendo que mienten, o simulan teatralmente lesiones, lo asumimos como normal. Y cuando un jugador, como recientemente hizo Pepe en Sevilla, se acerca al árbitro y reconoce para no confundirlo que la falta es suya, se considera una noticia excepcional, viral muy pronto, dirán los postmodernos. Es decir hacemos de lo perverso normalidad, de lo ético excepcionalidad. ¿Pretendemos después que nuestros políticos sean diferentes?

Nos recordaba recientemente la académica de Ciencias Morales y Políticas Adela Cortina (1947) que «si la ética estuviera presente en nuestras vidas, podríamos ahorrar miles de millones e invertirlos en gasto social». Anteriormente, en 2014 cuando recibió el Premio Nacional de Ensayo, ya nos dijo «que la falta de ética es también falta de inteligencia». Y cuando se le pregunta hoy sobre la corrupción, apunta que «me da miedo la agresión moralista que consiste en eliminar a otros utilizando denuncias; eso es propio de China o Corea del Norte», añadiendo: «se está socavando la presunción de inocencia; los medios deberían cuidar no hacer juicios paralelos». Coincide desde otra óptica Jose Luis Pardo (1955) ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2016 con sus «Estudios del malestar. Política de la autenticidad en las sociedades contemporáneas», al decir: «no descubro el Mediterráneo si digo que a los partidos les preocupa sólo la corrupción del adversario, no la propia; sólo el día en que se alcance un acuerdo cerrado en este punto y el asunto se saque de la contienda diaria en el barro electoral y mediático, podrá avanzarse algo».

Sócrates, el padre de la ética ya sentenciaba que «obrar bien es la única forma de vida que nos puede traer una felicidad perpetua e inalterable; ella siempre tiene la medida justa, nada le falla». ¿Son más felices hoy los que habiéndolo alcanzado todo, están sentados ante un tribunal?

Nos enfrentamos en pocos días a una nueva prueba de fuego sobre nuestra vida política y en consecuencia social. Se esgrimirán posicionamientos, doctrinas, compromisos, acuerdos. Se utilizarán como municiones contra el enemigo todas las cargas acumuladas. Pocas autocríticas en el horizonte; mucho menos disculpas; la palabra perdón desaparecida en combate; su vecina, humildad, en trance de desaparecer.

Sólo si somos capaces de revalorizar la ética –la virtud socrática– sobre todos estos elementos, en los que se priorice sin ambages el bien común, la preocupación por los más débiles y una visión de futuro que priorice la educación –inteligencia– de nuestros jóvenes, llegaremos a buen puerto.

He utilizado intencionadamente en esta tribuna tres nombres actuales. Los tres en positivo. Pero seguro que uno de ellos es más conocido que los otros dos, aunque ambos sean premios nacionales de ensayo. ¡Hay que corregir el tiro, querido lector!